Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales, UNLP
Ningún estudiante podrá olvidar jamás la increíble experiencia de haber asistido a una de las clases de Carlos Mayo. El atisbo del movimiento pendular de un viejo attaché marrón desde el ojo de buey de algún aula de Humanidades, anticipaba el viaje hacia el mundo íntimo de Patricio de Belén -el esclavo que nunca se caía del potro- el de fray Roque de los Remedios -el betlemita que extrañaba el comercio o el de Victoria Antonia Pesoa -la criolla que reclamaba enérgicamente el regreso a casa de su Ulises.
En sus clases, como en su forma de escribir historia, Mayo exponía una gran sensibilidad para abordar, desde diminutos personajes, las intrincadas complejidades de la historia tardocolonial rioplatense. Carlos gustaba penetrar en la trama social a través de diferentes actores sociales que en el devenir de su vida cotidiana descubrían las porosidades del sistema.
Casi sin darse cuenta, sin necesidad de comprender intrincadas y sofisticadas teorías, los estudiantes de La Plata, de Providence, de Peterborough --o de dónde Carlos paseara su contagiosa pasión docente-- podían reconocer la capacidad de negociación de un esclavo, un fraile o una mujer, a pesar de las limitaciones sociales, económicas, de clase, de campo y de género que se les imponían. Con él pudimos entender que Patricio, Roque y Belén, aunque atrapados en un mundo estamental, podían desafiar sus supuestos y, aún, sus imaginarios. A través de una implacable intuición historiográfica, Mayo se anticipó a giros lingüísticos, estudios de subalternidad o teorías postcoloniales para abordar, como nadie, los entramados sociales de la colonia.
Y si podía hacer justicia a la complejidad de los procesos, esa tarea se la debía en buena medida a un análisis minucioso de múltiples y diversas fuentes, desde cuentas de estancias hasta cartas de amor. Gran parte de esa indagación, desprejuiciada y minuciosa, se la debió a sus dos maestros, Enrique Barba, por su incomparable conocimiento del mundo rioplatense y a James Lockhart, por su temprana disposición a enfrentar cualquier obstáculo -como aprender a hablar Nahúa- para dar verdadera cuenta de un fenómeno.
Y fue así que Mayo comenzó a modificar una estática imagen de la pampa. Tras un objetivo, a veces oculto y otras varias explícito, de indagar sobre la identidad argentina, Carlos se sumergió en el universo transicional de la periferia de un imperio decadente que se convirtió en una próspera región de un renovado mundo atlántico.
En esa compleja sociedad pampeana, rural y urbana, estamental y moderna, de estancieros latifundistas pero poco poderosos, “el gordo” dialogaba asiduamente con los gauchos en las cortes y las pulperías, los mismos lugares que Sarmiento hubiera indicado. Y en el transcurso de esa conversación, Carlos, junto a un grupo de colegas, fue generando un dinámico ámbito profesional de una intensidad intelectual que otras áreas tardarían bastante en alcanzar.
Aún para la conformación de ese ámbito, Carlos sostenía sus banderas. Mayo desafiaba algunos cánones profesionales para ofrecernos una historia narrativa, que se regodeaba en el detalle, una que buscaba entretener. Y acababa por lograrlo. En su forma tan personal de escribir, Mayo podía hacer ameno hasta el conteo de vacas o la anatomía de una estancia jesuita.
El afán de contar una buena historia no implicaba, sin embargo, simplificarla. Carlos no subestimaba a sus lectores y comprobó con creces que se puede llegar a un público no académico sin recurrir a una historia escolarizada. Sus lectores y sus estudiantes se sentían, de este modo, impulsados a redoblar su apuesta desafiando al maestro. Su rostro dibujaba siempre una sonrisa al verse obligado a repensar alguna cuestión cuando un estudiante lo descolocaba. Su compromiso como intelectual estimulaba a estudiantes lúcidos y desafiantes. Mayo reivindicaba la tarea docente.
En sus investigaciones, Mayo realizó una suerte de peregrinaje intelectual. Desde la intimidad del convento se desplazó al campo abierto del mundo rural y la frontera, para regresar finalmente a los espacios cerrados. La pulpería y el cuarto matrimonial cerraron el círculo en su despedida.
Ha partido el hombre que, en ocasiones, parecía conocer mejor el juego de las relaciones sociales del siglo XVIII que las del siglo XX. Ha partido alguien cuya vida hizo diferencia en varios de nosotros. Burzaco ha perdido a su referencia, el mundo colonial, a su bardo y nosotros, al maestro.
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