Dossier
La emoción místico-patriótica de derechas e izquierdas revolucionarias. Memorias y discursos de Juan Francisco Guevara y Raimundo Ongaro, 1970
Resumen: A través del análisis de los textos producidos por el teniente coronel Juan Francisco Guevara -militar nacionalista católico, experimentado conspirador, antiperonista, filiado con la derecha argentina- y de Raimundo Ongaro -sindicalista gráfico, católico nacionalista y alistado en el peronismo revolucionario de izquierda-, analizamos una serie de emotives como dolor, sangre, lucha, combate y liberación. Estas dos figuras, aun desde las antípodas ideológicas, formaron un “código comunicativo”. La noción de entrega vital, el compromiso con una causa, las estrategias de clandestinidad para acceder al poder, la apelación a la sangre, el sacrificio y el homenaje a los mártires, y la lucha en defensa de la patria, formaron parte de un clima emocional nacionalista y católico en la Argentina de los años setenta.
Palabras clave: Emoción, Revolución, Patriotismo, Derechas, Izquierdas.
The mystical- patriotic emotion of revolutionary rights and lefts in Argentina in the 1970s. Memories and speeches by Juan Francisco Guevara and Raimundo Ongaro
Abstract: Through the analysis of the texts produced by liutenant Colonel Juan Francisco Guevara (a catholic nationalist military man, experienced conspirator, and anti-peronist, adherent to argentine right-wing ideologies), and Raimundo Ongaro (a catholic nationalist union leader enlisted in left-wing revolutionary movements), this article analyzes a series of emotives such as pain, blood, fight and liberation. Both of these men, gave shape to a “communicative code”. The notion of surrendering life for a cause, the use of underground strategies to access power, the appeal to blood, the sacrifice and tribute to the martyrs, and the struggle in defense of the homeland, were part of a nationalist and catholic emotional atmosphere in 1970s Argentina.
Keywords: Emotions, Revolution, Patriotism, Right, Lefts.
Los miembros de las facciones políticas argentinas, tanto civiles como militares, que recorrieron el espinel entre el derrocamiento de Perón y su vuelta al poder, fueron identificados como liberales, nacionalistas, populistas o revolucionarios de izquierda y derecha en un marco de guerra fría internacional. Cada uno de ellos, además, se complejizó con un binomio opositor: el del enfrentamiento entre el peronismo y el anti-peronismo. Para completar un panorama enrevesado, de a poco se configuró una constelación de organizaciones armadas y guerrilleras cuyas identidades estuvieron en permanente transición y transformación, y que tomaron la violencia como un insumo en sus distintas modalidades: insurreccional, guerrillera o simplemente facciosa. Si algo caracterizó a esa Argentina de los años setenta fue la convicción acerca de la necesidad de una revolución en términos de inversión de la realidad de una Argentina que siempre estaba por resolverse, en un continuo sentimiento de refundación. Desde las derechas nacionalistas o desde las izquierdas revolucionarias, todos creyeron en la revolución como un medio de transformación política.
Este mundo de complejidades ideológicas ha sido reconstruido en los últimos años por la historiografía argentina respecto de sus trayectorias, circulación y transformaciones de identidades políticas (Calveiro, 2005; Vezzetti, 2009; Cucchetti, 2013). Sin embargo, la gran dispersión ideológica podría matizarse si logramos comprender y captar las emociones políticas que sustentaron ese conjunto de prácticas de los sujetos desde sus distintas trincheras. Aquellos quienes argumentaron que actuaban por “amor a la patria” y quienes mostraban resentimientos de distinto signo, pero de igual intensidad, se insertaban en una matriz nacionalista de larga data en la Argentina, que como sostuvo Oscar Terán (1999, p.283),
fue retomada y crispada por los movimientos políticos hegemónicos, en el sentido en que cada uno de ellos se sintió encarnación de la totalidad, amenazando excluir de la nacionalidad y por ende de la ciudadanía, a quien no se incluyera en el mismo arco de lealtades.
En el presente trabajo intentamos acercarnos a las emociones patrióticas a partir de la memoria y los discursos de dos actores claves del período autodefinidos como “revolucionarios” y, aunque opuestos ideológicamente, defensores del catolicismo como variable política. A través del análisis de los textos producidos por el coronel Juan Francisco Guevara -militar nacionalista católico, experimentado conspirador, antiperonista, filiado con la derecha argentina- y de Raimundo Ongaro -sindicalista gráfico, alistado en el peronismo revolucionario de izquierda y católico y nacionalista-, analizamos una serie de emotives, es decir, el conjunto de expresiones emocionales que son concebidos como “actos del habla que hacen cosas al mundo” (Reedy, 2001, p. 104); y que nos permiten ir más allá del discurso superficial para abordarlos como “declaraciones de experiencias” o manifestaciones emocionales que pueden tener efectos concretos sobre el sentimiento vivido subjetivamente (Plamper, 2014).
En nuestra hipótesis, estas dos figuras emergentes, aun desde las antípodas ideológicas, formaron lo que Ute Frevert (2018) llamaría un “código comunicativo”.
Así, la noción de entrega vital, el compromiso con una causa, las estrategias de clandestinidad para acceder al poder, la apelación a la sangre, el sacrificio, el homenaje a los mártires y la lucha en defensa de la patria en el discurso de nuestros actores formaron parte de un clima emocional nacionalista y católico. Aunque surgido en los años treinta, a fines de la década del sesenta y principios de la década del setenta el clima religioso alcanzó su clímax y la Iglesia se veía como “la esencia de la nación: el sagrado lazo argentino entre la cruz y la espada”.1
Desde mediados de siglo XX en adelante la Argentina se caracterizó por convivir como un sistema político tensionado entre varias fuerzas de oposición. Estas tensiones incluyeron el poder militar de las Fuerzas Armadas convencidas de su carácter de árbitro de la política dispuesto a operar a través de golpes de Estado, a partidos políticos tradicionales oscilantes en sus participaciones democráticas y al creciente fenómeno cultural de un compromiso militante juvenil de izquierdas y derechas, en un clima de ideas afiebrado en el que la fe cívica sufrió una larga agonía y la legitimidad del poder estaba “en la boca del fusil”. Hacia finales del gobierno de Juan Domingo Perón, miembros de diferentes partidos políticos tradicionales como el radicalismo, socialismo o comunismo, junto a demócratas cristianos, conservadores y nacionalistas, mostraron una participación civil activa con un grado de violencia en sus acciones opositoras. Todos ellos, entre quienes se encontraba como actor destacado el teniente coronel Juan Francisco Guevara, argumentaban que libraban una batalla contra lo que sentían como un proceso de “peronización compulsiva”, en distintos ámbitos de la vida pública y privada de los ciudadanos. Los impulsaba “el noble afán de devolver la libertad a la República” y actuaban “por el bien de todos los argentinos”, según lo que dejaron escrito para que se recordaran sus “esfuerzos”. En setiembre de 1955 las fuerzas leales al peronismo comprendieron que ya no podían resistir el embate de los golpistas. Luego de diez años de gobierno, la caída resultó inevitable: Perón se exiliaría y no volvería al país hasta 1973 (Spinelli, 2005).
Durante el período que corrió entre el exilio y el poder se vivieron transformaciones esenciales para la cultura política, incluso dentro del mismo peronismo. Mientras buena parte de las estructuras partidarias pugnaban por integrarse nuevamente al vedado sistema electoral para volver a competir dentro de él, al mismo tiempo se daba una renovación generacional proveniente de ámbitos como el sindical, el barrial y el universitario (Amaral, 2004). Todos ellos formalizaron núcleos juveniles de acción militante, cuyo objetivo central fue la vuelta de Perón al país. En la Argentina, la extendida rebeldía estudiantil como fenómeno cultural se mezcló con un alto grado de politización y un creciente sentimiento de participación y compromiso social que se expresó en el surgimiento de una militancia juvenil extendida (Spinelli, 2013).
En junio de 1966 se dio otro hito en la larga década y las cosas cambiaron una vez más, al instaurarse mediante un golpe de Estado el gobierno de facto del general Juan Carlos Onganía. Los militares llegaban al poder esta vez con intenciones de largo plazo, para sumar nuevas prohibiciones a las ya conocidas proscripciones al peronismo. Onganía, un general que había renunciado a su cargo de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas a mediados de 1965 durante el gobierno del Dr. Arturo Illia, asumió con una popularidad que trascendía el ámbito castrense. El mensaje inicial de la Junta Revolucionaria prometía establecer un gobierno que lograra aportar la modernización y la transformación necesarias para asegurar la unión nacional y promover el bienestar general, lo que entusiasmó a la sociedad más conservadora y amante del orden, aunque ello implicara la prohibición de los partidos políticos.
Tras el golpe de Onganía, la Confederación General de Trabajadores (CGT) se encontraba dividida en varias fracciones con posturas estratégicas diferentes, resumidas en la “colaboración o participación”, asumida por Vandor, o el “diálogo sin compromisos”, defendido por Alonso. Una tercera posición, diametralmente opuesta y en clara oposición ideológica al gobierno, estuvo a cargo de Raimundo Ongaro, un personaje clave en la formación de la conciencia revolucionaria de buena parte de la juventud universitaria y uno de nuestros protagonistas.
La perspectiva acerca de las emociones políticas que proponemos supone tener en cuenta que éstas deben entenderse enmarcadas históricamente y que ese contexto, a su vez, es el que habilita diferentes tipos de emociones. Es decir, el entramado social dota al sujeto o a los grupos de un bagaje emocional y los educa en su sensibilidad. En este sentido, Bjerg (2019) da cuenta de que la historiografía académica durante muchos años no estuvo especialmente interesada en explorar las emociones como un tema de investigación serio, aunque, paradójicamente, los escritos históricos, sobre todo durante períodos de fuertes nacionalismos, se desbordaron con lenguajes apasionados. Contrariamente, las pasiones políticas eran identificadas como irracionales o como parte de una psicopatología colectiva. La actualidad nos convoca a pensar de otra manera este problema y coincidimos con quienes entienden que las emociones sociales también son capaces de estructurar, e incluso definir, la política nacional o internacional (Aschman, 2014); o que
las pasiones, emociones y afectos, lejos de ser entidades puramente naturales constituyen experiencias vividas y prácticas ejercidas a través de la mente y el cuerpo, el lenguaje y el gesto, necesariamente dentro de los horizontes de posibilidades y volcados en las categorías que establece una cultura dada (Boloufer, 2015, p. 69 ).
Respecto del amplio y ambiguo concepto de nacionalismo, creemos necesario aclarar que lo abordamos desde una perspectiva cultural, más que desde el estudio de “los nacionalistas” en tanto grupo intelectual o político, ya mejor trabajado por la historiografía argentina (Barbero, Devoto; 1983), atendiendo al fervor nacionalista de los actores como algo intrínseco a su subjetividad, militar o militante, según el caso. El llamado “giro afectivo” historiográfico actual colabora en el estudio del nacionalismo como un insumo más de la sociedad y propone que los historiadores lo atiendan desde una perspectiva de lo cotidiano, encarnado en sujetos concretos, dado que la nación “se siente, se vive y se hace” de manera personal, o dicho de otro modo, “la patria se enarbola” de distintos modos en diferentes períodos históricos (Billig, 1998, p.159).
Para completar el breve panorama deberíamos hacer referencia, por un lado, a un campo de trabajos que evaluaron el papel que en la construcción de subjetividades militantes -sobre todo juveniles- y en el ingreso a las organización política o armada tuvieron los afectos y solidaridades amicales (Diana, 2011). Y por otro, a los abordajes que nos ayudan a repensar el problema que aquí denominamos “mística patriótica”, es decir, la homologación de representaciones y cercanías conceptuales que se produjeron entre la dimensión religiosa y los discursos políticos, específicamente la relación entre cristianismo y nacionalismo en los años sesenta. La “escatología política religiosa”, como un sagaz autor ha llamado a esta relación (Cucchetti, 2010), ha sido revisada desde diversas ópticas, como la noción de espíritu de cruzada que surgió en el seno de algunas organizaciones armadas o desde la revulsión de la militancia en una Argentina católica por excelencia en confluencia con el marxismo, el catolicismo o el nacionalismo (Gillespie, 1987). A nuestro juicio, los discursos de ambos actores políticos aquí estudiados podrían ayudarnos a desentrañar la complejidad que presenta el cruce entre el campo religioso y la política y, más aún, a revisar la relación del ser argentino como homologable al ser católico. Quizás una de las cuestiones que muestre este análisis es la forma en que tomó a dos emergentes políticos de la derecha y la izquierda sesentista peleando por “la verdadera argentinidad, donde la patria celestial se une a la patria terrenal” (Mallimacci, 2011 p. 139).
La lengua militar: las memorias de un conspirador
El coronel Juan Francisco Guevara fue un militar nacionalista, antiperonista y partícipe de múltiples conjuras durante 1943, 1951, 1955 y 1966, organizadas en diferentes contextos políticos. En este último año, Guevara aparecía en una revista de circulación masiva definido como un hombre cuyo accionar mostraba un permanente “homenaje melancólico al pasado militar argentino”.2 Esa descripción del personaje realizada por un cronista se ratificó en 1970 en forma de confesión personal cuando Guevara publicó Argentina y su sombra, un libro de tono autobiográfico al que define como un conjunto de reflexiones vitales de alguien que, según el, vive hondamente su tiempo (Guevara, 1970).
El país y el sentimiento personal se presentan indiferenciados desde las primeras líneas y la relación entre escritura, acción y pensamiento se asocia a una emoción al afirmar que “son palabras comprometidas de alguien que cree lo que piensa, procura vivir como piensa y que toma posición ante los hechos” (Guevara, 1970, p. 16). En ese texto de última hora del “militar nato”, como lo definió el cronista, el ejército argentino aparece en su recuerdo asociado a algo primario y familiar. “Tuvo mi padre un claro sentimiento nacional y por ello un acendrado amor al ejército, a pesar de su condición de hombre civil. Así pues mi vocación nació en el seno mismo del hogar paterno”, escribe (Guevara, 1970, p. 44). En su interior, el amor al padre y el amor de ese padre al ejército argentino conjugaron en Guevara la noción de patria. La patria se homologaba a la institución militar y esta era “indisoluble de la Argentina”, a la que “todavía pertenezco hasta el fin de mis días, por encima de cualquier contingencia” (Guevara, 1970, p. 44). Incluso apela a otra figura amorosa por excelencia, cuando escribe que esa institución era la “madre de la nacionalidad argentina, razón por la cual habría que examinar a los hombres que la componen” (Guevara, 1970, p. 45).
La cultura a la que respondía el coronel Guevara estaba amparada por una ideología marcial en la que se ponderaban el orden militarista, la jerarquía, los valores morales y el control de esos valores. En este sentido, acompañando el aire de los tiempos de inestabilidad democrática, su función como militar derramó por sobre la participación en la vida civil argentina. Como premio a la función de ideólogo del golpe de Estado de 1966 fue nombrado embajador en Venezuela. Además, aportó como formador todo su bagaje nacionalista y católico en su rol de cursillista de militares integristas, en reuniones organizadas en su quinta de Pilar (provincia de Buenos Aires) llamada “La Montonera”.3 Incluso condujo “Fuerza Nueva”, un grupo compuesto por medio centenar de jóvenes y un puñado de oficiales retirados del Ejército con un fin nada novedoso para una época de convulsión: dar vuelta la realidad por vía revolucionaria. Aquella debía ser una revolución nacionalista, que como el mismo Guevara piensa y escribe debía realizarse porque
Vivimos en un sistema que no sirve. Necesitamos urgentemente un orden social nuevo y se comete el error de creer que la solución a tantos males puede lograrse a través de las elecciones en las que el pueblo no cree.4
La democracia como sistema fallido para resolver los grandes fracasos sociales y políticos del país no era una idea nueva (Mallimacci y Cucchetti, 2011). La antipolítica como principio y la desconfianza sobre la democracia como resolución de los problemas argentinos eran ideas tributarias del nacionalismo conservador que se hace carne en Guevara. Él se siente sucesor de las ideas “del gran Lugones cuando reclamaba por la hora de la espada”, así como de otros “luchadores de la pluma de los cuales algunos viven todavía para la gloria de las ideas argentinas, como Leonardo Castellani” (Guevara, 1970, p. 46).
En esa clave también puede entenderse la noción de antimperialismo cruzado por un discurso cargado de emociones al escribir que “no es un secreto para nadie la tremenda y vergonzosa influencia que tuvieron los intereses británicos en nuestra política durante años”. En ese sentido interpretamos su sentir cuando escribe que “esta situación [la de la dependencia económica] es gravemente irritante para el sentimiento nacional” (Guevara, 1970, p. 47).
A la antidemocracia y al antiimperialismo, Guevara les suma un espíritu antiliberal que culpabiliza a la "maniobra masónica” de crear una gran confusión ideológica que existía entre los argentinos y, sin describir con claridad quiénes son unos y otros, los responsabiliza de que quienes deberían estar juntos estuvieran desunidos. Con aires compungidos escribe:
Nuestra pobre y querida Argentina, país que ha sido ¡ay! de conquista espiritual y económica para otro, ha podido ser dominada invisiblemente a través de una acción sagaz y sutil mediante la cual se ha dividido sistemáticamente a aquellos que por tener iguales bases e idénticos ideales debimos constituir siempre los elementos fundamentales de la unidad nacional” (Guevara, 1970, p. 62).
La “unión entre iguales” a la que se apela por el bien de la nación era enunciada, paradójicamente, en un momento de profundas divisiones ideológicas vividas cotidianamente.
Desde el 28 de junio de 1966, cuando el general Juan Carlos Onganía llegó al poder mediante un golpe de Estado contra el gobierno radical de Arturo Illia, una vez más los militares abolieron el juego democrático con la propuesta de “refundar al país” combinando el tradicional liberalismo con un Estado comunitarista, desarrollista y católico, pero sobre todo, concentrado en una celosa lucha anticomunista.5 El gobierno de facto manifestó la intención de realizar sus planes a largo plazo acudiendo a una serie de medidas represivas como la prohibición de los partidos políticos y el control de la actividad sindical y los desbordes estudiantiles. La inestabilidad política se impuso y el enfrentamiento social se complejizó al ritmo de movimientos culturales y políticos internacionales. Las nuevas izquierdas y los movimientos sociales, y la renovación de los partidos tradicionales como el Partido Socialista, Comunista y el peronismo, estructuraron identidades cada vez más insurgentes, que como contrapartida insuflaban los ánimos anticomunistas del gobierno y del mismo Guevara, quien dedica varios pasajes a ese “peligro anarquizante del socialismo” y al “caos y confusión que genera el comunismo” (Guevara, 1970, pp. 55 y 57). No obstante, su discurso reivindicaba a las muchachitas jóvenes de minifaldas y de pelo largo, que se jugaban la vida con un revólver o una metralleta que aunque equivocadamente, lo hacían por un ideal. Más aún, para el coronel conspirador del ejército argentino y proclive a identificar al peligro comunista en todas las expresiones antinacionalistas, la figura por excelencia de la defensa de esos ideales era su homónimo, el guerrillero Che Guevara. Ponderaba su “cuerpo sucio de barro pero de muerte limpia” (Guevara, 1970, pp. 14-15) en obvia alusión a esa anatomía del héroe o del soldado ideal capaz de dar el combate cuerpo a cuerpo y cuya imagen mítica fue construida en las guerras del siglo XX (Bourke, 2008). Además, culpaba a los hombres que no lo habían comprendido y “se comieron al débil, se comieron entre ellos”. Para el coronel Guevara, esa antropofagia política era injusta frente a lo que consideraba un hombre valiente. De hecho, los primeros párrafos de su libro autobiográfico están dedicados largamente al Che guerrillero. En el capítulo "La hora de las definiciones” escribe:
El Che Guevara aunque equivocándose ha dejado huellas, aró profundamente en el suelo americano. Su semilla marxista ya no sirve, lo que sirve es su ejemplo; aquí en América ya no hay lugar para neutrales. Es la hora de las definiciones, marcada por la necesidad de acabar con la mentira, la injusticia y la miseria y el miedo. Todo ser que tenga algo de vergüenza y un mínimo de dignidad debe definirse y jugarse por lo que cree útil (…) El Che Guevara se justificó y agrandó en la muerte porque dio testimonio de su equivocada fe marxista (Guevara, 1970, pp. 14-15).
El párrafo revela un grado de admiración al enemigo soldado que es capaz de definirse y jugarse por lo que cree útil en un contexto de Guerra Fría, que rechaza la neutralidad y que pone el cuerpo por un ideal; alguien que, como dice en otro apartado, sea capaz de “desprenderse de la subjetividad propia” (Guevara, 1970, pp. 14-15). El Guevara nacionalista paradójicamente enaltecía al marxista Che Guevara y se lamentaba diciendo ¡qué lástima que no fuera de los nuestros!
Bien mirado, incluso, existe una intención solapada de igualar a aquel guerrillero y este coronel, cuando Guevara asimila el testimonio que el Che dio con su propia vida con el testimonio-texto que él mismo produce con el fin de “descubrir el camino mejor para el futuro, mediante un examen crítico del pasado” (Guevara, 1970, p. 14). Asimismo, reivindica la muerte de los vencidos y se lamenta de no haber respetado suficientemente la muerte de los “que supieron entregar sus vidas por el ideal con nobleza aun cuando fuera distinto al nuestro, denigrándonos a nosotros mismos en esa acción” (Guevara, 1970, p. 63). El discurso exalta el fervor patriótico y consagra una idea imaginada de nación, que aún estaba por concretarse. En pleno proceso dictatorial, antidemocrático y radicalizado en sus distintas versiones ideológicas, dice:
Sin embargo, tenemos esperanzas, estamos seguros de que en nuestra bendita Argentina siempre existe el puñado de hombres necesario para acaudillar esta empresa: la de hacer, en serio, con dolor, con sangre, pero con alegría creadora esta Patria nueva, esta Nación de la que hablaremos a lo largo de las siguientes páginas (Guevara, 1970, p. 11).
Esa construcción, ese algo nuevo “para la Nación” se asociaba, a través de la noción de sangre y dolor, de manera natural con el destino concreto que había asumido el Che Guevara en su lucha revolucionaria de izquierda y continental. La decisión de poner el cuerpo propio o la vida misma no fue ajena a los revolucionarios nacionalistas, antiperonistas y cristianos filiados con la derecha argentina, en una lógica diferente de la de la lucha armada o la guerra irregular, pero en espejo con ella:
Por mi parte en 1943, en 1951, en 1952, dos veces en 1955 bajo Perón, una vez más ese año junto a Lonardi en 1959, en 1962 en todas las graves crisis que vivió nuestro país y que desde luego arrastraron siempre al Ejército, en todas ellas, desde subteniente hasta coronel, tuve que jugar mi carrera, algunas veces mi vida y siempre la tranquilidad de mi hogar” (Guevara, 1970, p. 62).
Más o menos legítimos, los principios que defendía Guevara encarnaban los del ejército que apelaba al llamado “combate de encuentro” (Guevara, 1970, p. 64): la práctica de “atacar” era la mejor solución para aclarar un panorama confuso. El llamado de 1970 contiene el evidente espíritu de lucha y del soldado heroico que aconseja que “debemos ofrecer lemas, banderas, uniformes de colores vivos para agruparnos bajo la luz y no mantener la oscuridad, de la que se aprovechan otros”. Es cierto que, para Guevara, esos otros eran los peligros del comunismo internacional pero también los representantes del liberalismo “masón”, que operaban sobre “incautos, imbéciles y deshonestos” capaces de “entregar nuestra riqueza y nuestro honor” y convertir en una víctima a la nación argentina, “plena de colonización mental” (Guevara, 1970, p. 64). Aunque según sus propios dichos “la pasión siempre fuera regida por la razón”, emergen distintas emociones respecto de su propio accionar militar y político al confesar que “muchas veces he tenido miedo, pero, gracias a Dios, siempre tuve vergüenza” (Guevara, 1970, p. 63).
Las hipérboles sentimentales acompañan un discurso emocional y patriótico. Con igual intensidad Juan Francisco Guevara hace uso de la mística cuando presenta su trabajo como un “testamento sagrado” o sugiere un sesgo sacrificial típico de los héroes que eligen cómo vivir y morir, al decir “si Dios me permitiera morir según estas creencias, el acto de fe se convertiría en testimonio, que es lo único para lo que vale la pena vivir” (Guevara, 1970, p. 13). Incluso, para abrir su obra selecciona de su repertorio cultural un poema de Castellani, publicado en El libro de las oraciones, que transcribe:
En el foso fatal de los leones
¿Quién mandó meterte?
¿Quién te empujó desnudo inerme, inerte
A entrar al cubil de los mandones?
Los primeros cuatro versos, enunciados en forma de preguntas, representan el misterio que representan las decisiones épicas típicas del hombre comprometido con su tiempo. El último verso de Castellani: “no fui yo- le contesto. Callo y pienso (…)” ofrece una respuesta que evoca a lo sobrenatural o fuerza divina que supuestamente reciben los elegidos, como parecía autorrepresentarse el nacionalista Guevara.
El léxico sacrificial ha sido estudiado a partir de otras ideologías, como la de las resistencias peronistas de izquierda o la militancia estudiantil radicalizada en los años sesenta. Vezzetti (2009), basándose en ideas de Durkheim, nos dice algo respecto de la relación entre pasión y violencia revolucionaria que puede contribuir a comprender el peso de estas palabras típicas de la lógica guerrera a la que adhiere Guevara: “cuando Dios entra en la ecuación surge una extraordinaria condensación de política, pulsión erótica y religión que para el hombre soldado no es nueva ya que `en el campo de batalla Dios está cerca´”.6 A nuestro juicio, analizar el nacionalismo argentino pletórico de misticismo sumaría un nuevo perfil a esos análisis de pasiones revolucionarias y podría explicar algunas superposiciones inesperadas entre las derechas militaristas y las izquierdas peronistas. Probablemente en el discurso político de Raimundo Ongaro, un peronista, sindicalista y revolucionario marcado por el paradigma marxista e impulsado, como un cruzado, por su fe católica, esto se vea con mayor nitidez.
La lengua revolucionaria de izquierda: el discurso de un sindicalista
Con el golpe del general Onganía contra el gobierno democrático de Arturo Illia, la Confederación General de Trabajadores (CGT) dividió sus aguas y tomó posturas estratégicas diferentes frente al gobierno, resumida, en fórmulas como “colaboración o participación”, representada por Augusto Vandor, o “diálogo sin compromisos”, defendido por José Alonso. Una tercera posición, en clara oposición ideológica con el gobierno de facto, fue encarnada por Raimundo Ongaro, personaje clave en la formación de la conciencia revolucionaria de buena parte de la juventud universitaria setentista. Durante el Onganiato, las tres posturas internas de la CGT se enfrentaron en un Congreso cuya consecuencia fue la división sindical entre la CGT de los Argentinos, liderada por Ongaro, y la CGT Azopardo, a cargo de Augusto T. Vandor. La representación simbólica de “burócratas y colaboracionistas” que se agitaba desde unos años atrás quedó definitivamente cristalizada a partir de este momento.
En el mensaje a los trabajadores y el pueblo del “Programa de 1º de mayo de 1968 de la CGT de los Argentinos” (CGTA), Raimundo Ongaro creó un lenguaje nuevo dentro de la lucha sindical, mezcla de peronismo, cristianismo y marxismo, en colaboración con periodistas afines, como Rodolfo Walsh.7
Las denuncias de entrega al capitalismo imperialista, el poder de los monopolios y las invocaciones a una sociedad más justa y cristiana modelaron las acciones futuras no sólo de los sindicalistas revolucionarios sino también de los jóvenes radicalizados, un peronismo movilizado en sus estructuras desde principios de los sesenta por nuevas ideologías revolucionarias.
Semejanzas en las diferencias: Ongaro lo hace en los mismos términos que el teniente coronel nacionalista respecto de la figura del Che Guevara:
Yo de él diría, muchas veces lo dije, que me hubiera gustado que hubiera estado en la Argentina y poder pelear con él y junto a muchos argentinos. Nos hubiera gustado tenerlo con nosotros y con él dar una batalla que hubiera podido significar el acortamiento de las luchas que deben realizar otros países más pequeños de América Latina (Ongaro, 1999, p. 40).
El sentimiento que surge acerca del rol y la importancia del guerrillero transita un mismo carril que el del coronel Guevara: el de la desazón por no tenerlo en las filas propias para ser su compañero de lucha.
En el discurso de Ongaro los conceptos de entrega, soberanía, nacionalización se combinan con los de combate, liberación, traición, sangre, revolución, patria y mártires.8
Los hombres y mujeres que se han lanzado a las calles en todas las ciudades del país, los que cayeron bajo el plomo asesino, sabían que luchaban contra el hambre y la explotación impuesta por el monopolio extranjero, contra la podredumbre de un régimen y la ineptitud del gobierno. A ellos no tenemos nada que explicarles, al contrario, son ellos los conductores naturales de un proceso que no ha de concluir hasta que el último invasor sea expulsado de la Patria (Ongaro, 1999, p. 53).
El pensamiento condensa una serie de manifestaciones codificadas que conformaron el repertorio emocional de la izquierda radicalizada. Sin embargo, no eran tan desconocidas para la derecha militarista inspirada por los valores del nacionalismo más fanatizado, pero de tono también conspirativo en el que una fuerza se opone a otra. Guevara dice desde la perspectiva opuesta:
Si no somos Nación no somos nada. Una Nación puede absorber a todo un pueblo, incorporarlo y culturizarlo. Pero un pueblo, aunque tenga territorio, si está errante en la historia y en el tiempo, sin pasado y sin futuro, será en cambio, colonizado por otra Nación aunque esta no tenga territorio o por otras fuerzas económicas y culturales (Guevara, 1970, p.362).
Paradójicamente, se usaban los mismos términos para ideologías enfrentadas. La alusión a esa “nación sin territorio” en Guevara era la de un “enemigo más grave, sutil y poderoso, inasible: la sinarquía internacional sustentada por el poder apátrida de las finanzas mundiales”.
Desde el Cordobazo en adelante la unión entre estudiantes universitarios, actores sindicales, exmilitares, viejos y nuevos peronistas solidarios actuó en conjunto en pos de la vuelta de Perón al país y las posiciones se radicalizaron. Julio Bárbaro, dirigente universitario presidente de la Liga Humanista, manifestaba en los reportajes a la prensa acerca del ánimo de “luchar junto a la clase obrera argentina, representada por la CGT de los Argentinos” y se animaba a reconsiderar la típica posición de vanguardia leninista de la izquierda tradicional para acentuar su posición peronista en la que los estudiantes debían dejar de hablar de una "clase obrera abstracta”.9 Para los dirigentes del Frente Estudiantil Nacionalista (FEN), formado al calor de la CGTA, el único saldo positivo del movimiento militar de junio de 1966 había sido “la posibilidad de que los partidos de clase media comenzaran a desprender tendencias que toman como punto de referencia al peronismo” 10
Al mismo tiempo, fue el inicio, en una escala mayor, de la lucha armada y de la consolidación de un conjunto de organizaciones político-militares. La violencia política aparece en el discurso de Ongaro, no ya al servicio de una revolución nacional, sino en pos de una revolución socialista. Los documentos surgidos de sus asambleas construían este clima y les marcaban los pasos a seguir a la nueva y aguerrida militancia al recomendar que las direcciones “indignas”, los “burócratas”, debían ser barridas desde las bases. En el discurso violento del sindicalista, en realidad, resuena algo del moralismo del pensamiento de Juan Francisco Guevara. Los defectos antipatrióticos que este último les endosaba a los sectores liberales de la política argentina, Ongaro se los endilgaba a sus cómplices y aliados, es decir a “algunos dirigentes sindicales” que “rivalizaban en el lujo insolente de sus automóviles y el tamaño de sus quintas de fin de semana, que apilaban fichas en los paños del casino, que hacían cola en los hipódromos, que paseaban perros de raza en las exposiciones internacionales. A nuestro juicio, la idea de colaboracionistas asociada a la de “entregadores” con los cuales Ongaro no tenía “advenimiento posible” marida bien con la idea de las “maniobras masónicas” o los “intereses en juego de las potencias mundiales” de las que Guevara (1970, p. 61) se quejaba. En realidad, ambos se emparentaban con la noción de “entreguismo”, ante el cual, evidentemente, planeaban diferentes soluciones. Ongaro proponía resolverlo no ya desde un complot de las élites militares como el coronel Guevara, sino desde las luchas populares, las masas, que asegurarían “una vez y para siempre la independencia, la soberanía, la justicia y la socialización de las riquezas y los bienes que nos pertenecen” (Ongaro, 2001, p. 5).
El dolor por el enfrentamiento interno, entre compatriotas, acompaña a Ongaro y a Guevara. Este último hablaba del desencuentro nacional como una manera de fracasar más “descorazonador” que “dejar los huesos en cualquier encrucijada internacional” (Guevara, 1970, p. 62). Ongaro convertía ese dolor en fanatismo y usaba las reglas de la guerra para convencer a sus interlocutores de la necesidad de la violencia popular. En ese sentido declamaba:
A los hombres de uniforme que han gatillado hacia sus hermanos nosotros no tenemos mensajes especiales que dirigir, ni pedidos de clemencia que formular ante jueces que no reconocemos, ni favores que pedir ni devolver. Venceremos (Ongaro, 1999, p. 53).
Los muertos del pasado, la genealogía de muertos por la patria, la muerte entre hermanos era el fundamento de la clandestinidad de las acciones futuras.
Esta vez la semilla engendrada del dolor no quiere arreglo. No habrá bandera blanca. ¡Venceremos! Algún día ¡Venceremos! No tengamos miedo hoy día. ¡Venceremos! sin duda ¡Venceremos! (Ongaro, 1999, p. 6).
El “encuentro de combate” entre facciones del Guevara nacionalista, en Ongaro se expandía hacia el pueblo todo, convirtiéndose en un nosotros ampliado. En ellos podrían percibirse dos tipos de violencia política: de la noción del partisano heroico y de peleas entre bandos a la lucha de masas (Gonzalez Calleja, 2017).
La imagen que presenta Ongaro acerca del sentido de responsabilidad histórica y amor por la patria nos evoca la noción del compromiso militar y vital del coronel Guevara, pero desde otra clave ideológica (Vezzetti, 2009). Si Guevara proponía la entrega y el sacrificio personal, Ongaro llegaba más lejos y apelaba a la noción de despersonalización diciendo que el que no sea capaz de desprivatizarse en toda su persona, no es capaz de amar tal como lo exige el combate del hombre. En la emoción de Ongaro, ser uno era ser todos, como refleja su aseveración de que “nos circula la misma sangre, machucada en infinidad de tormentos, sangre de mártires, sangre de pobres, sangre de hombres condenados” (Ongaro, 1999, p. 133). El sindicalista se ocupó de hablarles a los más jóvenes, a los universitarios en proceso de radicalización peronista, apelando a la emocionalidad de la causa revolucionaria. Su consejo era que en cada comisión interna, cada gremio, cada federación, cada regional, los trabajadores asumieran su responsabilidad histórica hasta que no quedase un vestigio de colaboracionismo ni participacionismo.
Como hemos dicho ya, la idea de cruzada religiosa acompañó el camino de militancia y tanto Juan Francisco Guevara como Raimundo Ongaro dejaron constancia escrita de ello en todas las oportunidades que tuvieron de hacerlo. Los versos de Castellani dieron cuenta de que la fe religiosa como motor de las acciones políticas en Guevara se diluían y disimulaban en el discurso patriótico. Denunciaba al gobierno militar, al cual pertenecía, de la ausencia de una mística política creadora de un orden nuevo y revolucionario dentro de los principios nacionalistas, católicos y anticomunistas; y advertía sobre el avance evidente de una mística marxista que quería crear un orden nuevo, opuesto al orden cristiano. No se equivocaba acerca del avance del marxismo, pero sí en la relación que este tuvo con el orden cristiano. Ongaro era la muestra exacta de que sus ideas marxistas combinaron con los llamados de la fe y del ejemplo cristiano que surge de la Biblia. Lo inspiraba “el Cristo que no fue propietario, se rodeó de humildes, usó el látigo contra los mercaderes”, el Cristo que “revolucionó las conciencias más que las estructuras puramente materiales”.11 La revolución “nacional y popular” de Ongaro también integraría a los valores cristianos, pero de modo amplio, “ecuménico” (Zanatta, 2015). Según confiesa, le causaba dolor admitir que la iglesia había estado siempre plegada a los poderes materiales olvidando el testimonio de Cristo. Desde uno de sus numerosos momentos de prisión en la Unidad 16 de la ciudad de Buenos Aires, escribía a mano alzada y aconsejaba: “Lo primero para no tener dudas sobre si alguien es sincero cuando dice estar junto al pueblo es ver si por lo menos vive como el pueblo. Recuerda a Cristo, y verás que su ejemplo es inimitable” (Ongaro, 1999, p. 86).
Una paradoja más se percibe en el intento de interlocución imaginaria entre estos dos nacionalistas y cristianos de derecha y de izquierda. En el mítico “Programa del 1° de Mayo de 1968”, Ongaro les hablaba a los militares “que tienen por oficio y vocación la defensa de la patria”, provocándolos al acercamiento, y les aseguraba que “nadie les ha dicho que deben ser los guardianes de una clase, los verdugos de otra, el sostén de un gobierno que nadie quiere, los consentidores de la penetración extranjera (…) preferiríamos tenerlos de nuestro lado” (Ongaro, 2001,p.28). Por su parte, en 1970, Guevara le dedicaba un capítulo entero al problema de la desunión nacional, subrayando que “la Nación argentina será una con todos los que estamos en ella, o no será. Hasta ahora no somos, aunque muchos lo creen, y la mayoría deseamos serlo” (Guevara, 1970, p.53).
Ese llamado mutuo, que hoy detectamos, era una misión si no improbable, por lo menos difícil de concretar, al juzgar por los hechos que se iniciaron en la Argentina después de estos escritos cruzados por el nacionalismo y por fanatismos contrarios.
A modo de conclusión
En la historiografía argentina del pasado reciente se ha instalado la práctica virtuosa de analizar y estudiar el conglomerado ideológico a partir del seguimiento de trayectorias políticas, itinerarios personales y del desarrollo de organizaciones partidarias o armadas que dan cuenta de una gran complejidad ideológica en el período. Esta complejidad muestra una constelación de organizaciones de izquierda, nuevas izquierdas, derechas peronistas, izquierdas peronizadas, derechas nacionalistas y otras, con pasajes entre sí y con cambios rutilantes en los itinerarios de los actores políticos.
Ahora bien, si tomamos en cuenta los repertorios de algunos de esos actores emergentes y revisamos las sensibilidades y emociones que revelan sus discursos encontraremos que las diferencias podrían matizarse. El análisis de los documentos, autobiografías y propaganda política tanto de la derecha nacionalista católica del teniente Francisco Guevara como del peronismo revolucionario de izquierda y católica de Raimundo Ongaro da cuenta de la reiteración permanente de una serie de emotives como dolor, resentimiento, sacrificio, lucha, sangre y liberación, que les dieron sentido a sus propias trayectorias revolucionarias. Incluso, la noción de entrega por la patria, el culto a la muerte por una idea y la necesidad de poner el cuerpo propio son compartidos por ambos a través de la figura del Che Guevara. Desde distintas concepciones ideológicas, en las que el Che se asocia a un soldado del ejército en un caso, y al combatiente revolucionario en el otro, atienden a y generan una misma emoción patriótica. Esta sería la razón por la que ambos considerasen a Ernesto Che Guevara como una figura necesaria, y desearan, idealmente, tenerlo en sus propias filas.
En este artículo intentamos revisar la intersección de intereses, los fanatismos de disímil origen ideológico y los resentimientos (de diferente signo e igual intensidad) que unieron a nuestros actores durante el período que transcurrió entre el exilio de Perón y su retorno al poder.
Desde distintas perspectivas y con vías de solución enfrentadas, en ambos casos se percibe la intención de imposición de un orden social nuevo, que vendría a suplantar un sistema democrático y partidario percibido como inútil. Tanto para la matriz nacionalista y cristiana de derecha como para la de izquierda, la democracia y el sistema republicano debían ser suplantados. Ya fuera desde las élites militares o a partir de la lucha de masas, el concepto de revolución se impuso en el intento de establecer un orden social nuevo o una liberación frente a los intereses extranjeros (liberal-masones o colaboradores del sector entreguista, según el caso). Se trató de una política de apelación a las emociones.
Un lenguaje compartido creó un “clima emocional” que justificaba diferentes estrategias de clandestinidad y apelaciones a la lucha. Se trató de una cara más de la violencia política que signó la larga década anterior a los años setenta en la Argentina. La clandestinidad fue concebida como virtud cívica y la violencia revolucionaria puso en jaque la idea de legalidad y legitimidad. Es decir, en los dos casos analizados aquí se advierten coincidencias inesperadas respecto de nociones de anti-imperialismos y de moralismos nacionalistas. La división entre patria y anti-patria quedó envuelta por hipérboles textuales que apelaron al amor, al dolor y a la lucha personal y grupal. Aunque enfrentados ideológicamente, Guevara y Ongaro mostraron su admiración por el enemigo en tanto soldado, y cada uno convocó a los suyos (élites militares el primero y masas el segundo) a un combate, en el que el sacrificio, la despersonalización y hasta la entrega de la vida eran vistos como un acto patriótico. Ese combate marcaba el destino último del ser argentino: servir a la patria, pero también servir a Dios. Esa confusión entre la tierra y el cielo, la patria terrenal y la celestial es una de las particularidades más interesantes de estos dos personajes políticos.
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Notas
Recepción: 09 diciembre 2019
Aprobación: 09 marzo 2020
Publicación: 11 mayo 2020
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