DOSSIER
La Historia y la historiografía en América Latina en el siglo XIX. Perspectivas, configuraciones, itinerarios
Rossana Barragán Romano
International Institute for
Social History en Ámsterdam.
rossanabarragan2003@yahoo.com
Holanda
Ana María Lema Garrett
Escuela de Altos Estudios
en Ciencias Sociales.
lanitalema@gmail.com
Francia
Pilar Mendieta Parada
Universidad Mayor de San
Andrés
Universidad Católica Boliviana
pilarmendieta@yahoo.es
Bolivia
José Peres-Cajias
Universidad Católica
Boliviana (La Paz)
joseperescajias@gmail.com
Bolivia
Cita sugerida: Barragán Romano, R.; Lema Garrett, A.; Mendieta Parada, P.; Peres-Cajias, J. (2015). El siglo XX mira al siglo XIX. La experiencia boliviana.Anuario del Instituto de Historia Argentina, (15). Recuperado a partir de: http://www.anuarioiha.fahce.unlp.edu.ar/article/view/IHAn15a05
Resumen
Este trabajo analiza las
miradas cambiantes con las que la historiografía boliviana del
siglo XXy XXI han interpretado el siglo XIX; para ello, nos basamos
en los insumos y en los debates generados en torno al libro De
la fundación de la República (1825) al Centenario
(1925),
que constituye el cuarto tomo de la colección Bolivia,
su historia (2015). Este artículo reconstruye los significados asignados
en diferentes períodos y contextos históricos a ciertos
acontecimientos y personajes del siglo XIX.Cuatro
temas han sido analizados:las rupturas y continuidades entre el
período colonial y republicano, la inestabilidad política,
las razones del estancamiento económico y el regionalismo.
Palabras clave: Historiografía boliviana; Historia económica boliviana; Caudillismo; Ciudadanía y prácticas políticas; Regionalismo.
The 20th century towards the 19th century. The bolivian experience
Summary
This
paper aims at providing a general outlook on the different
perspectives that the Bolivian historiography of the 20th and 21st
century have had on the analysis of the 19th century. This
contribution is based on the book De
la fundación de la República (1825) al Centenario
(1925),
the fourth volumeof the collection Bolivia,
su historia (2015).
We analyze the general interpretations proposed in different
historical periods in relation to different facts and actors of the
19th century. Four topics have been analyzed: breaks and continuities
between the Colonial and Republican period; political instability;
the reasons behind economic stagnation; regionalism.
Keywords: Bolivian historiography; Bolivian economic history; Caudillismo; Citizenship and political practices; Regionalism.
Este trabajo analiza las miradas cambiantes con las que la historiografía boliviana de los siglos XX y XXI ha interpretado el siglo XIX. Elegimos cuatro temas clave sobre los que la historia y la historiografía boliviana ha reflexionado en diferentes momentos históricos: en la primera parte, la ruptura y/o continuidad entre el período colonial y republicano y la inestabilidad política surgida durante esta transición; en la segunda parte, las razones del estancamiento y del fracaso económico; y, finalmente, las frecuentes y tensas relaciones entre las regiones y el “centro” del poder político o el rol del regionalismo en la constitución nacional.
Se han reconstruido, por tanto, los significados asignados a ciertos acontecimientos y a personajes en diferentes períodos y contextos históricos como la época liberal (1900-1920), la que se inicia en la post Guerra del Chaco (fines de 1930) y abarca la Revolución Nacional (desde 1952), y el período más contemporáneo con el retorno a la democracia (desde 1982), el período llamado neoliberal (1985-2005) y el gobierno indígena de Evo Morales (2006-2014).Es indudable que en cada período coexisten diferentes interpretaciones, frecuentemente en pugna. Aquí privilegiamos y nos concentramos en las que fueron predominantes en su tiempo pero también en las que tuvieron influencia mucho después.
Durante el siglo XIX, y al ritmo de la continua construcción política del país, particularmente durante las primeras décadas después de 1825, año de la fundación de la República, se sostuvo y se enfatizó la ruptura que había implicado este hecho. La colonia se asoció alas cadenas de la esclavitud (metáfora presente en el himno nacional)y se enfatizaron la conquista, el dominio hispánico y los largos años de lucha y guerra que finalmente condujeron a la Independencia del nuevo país.
En contraposición a esta visión, durante gran parte del siglo XX y del siglo XXI, pareciera predominar la perspectiva que sostiene que la nueva estructura política no significó transformaciones profundas sino un simple cambio de las élites dirigentes. Esta lectura se origina, por un lado, en el estancamiento económico que hubo (ver más adelante) pero también, y por otro lado, en la convicción de que el sistema político republicano instaurado no implicó una mayor participación política y se excluyó más bien a amplios sectores de la población. Finalmente, y no menos importante para explicar esta perspectiva, han sido el escaso “desarrollo” del país hasta bien entrado el siglo XX, así como las pérdidas territoriales que sufrió, lo que llevó a los intelectuales, desde fines del siglo XIX, a preguntarse por las razones de un presente que no era el que se podía haber esperado y con el cual ciertamente se estaba disconforme.
Las historias de Bolivia, escritas desde los primeros años del siglo XX, expresaron esas angustias sobre el presente no esperado de distinta manera y fueron también intervenciones que formaban parte de las disputas de proyectos políticos y de contiendas electorales. Volcarse hacia el pasado era una reflexión desde su presente para determinar lo que debía hacerse en el futuro. Pasado y futuro constituyeron entonces tiempos correlacionados: de las alternativas del futuro se derivaban, en gran parte, las interpretaciones del pasado. Uno de los historiadores que sin duda tuvo una gran influencia fue Alcides Arguedas, que consideraba, a principios del siglo XX, que se debía fomentar la inmigración, que traería la riqueza económica y, con ella, todo el progreso necesario. El pasado no era entonces más que la ejemplificación de los males causados por los tipos y caracteres de su población (Arguedas, 1986 [1909]), precisamente en ausencia de la inmigración. Arguedas criticó increíblemente a toda su población y nadie se salvó: describió todos los males de los indios, los mestizos y las “élites blancas”. A pesar de su mirada tan negativa, su influencia ha sido enorme y sus argumentos se escuchan hasta hoy aunque no se sepa que provienen de este escritor. Muchos autores posteriores se dedicaron además a proponer otras lecturas alternativas que iban en contra de su interpretación, aunque la visión del “no cambio” permaneció.
Un libro tan importante como el de Arguedas, y que fue también una respuesta a este fue la obra escrita en 1943, denominada Nacionalismo y coloniaje. Para el autor, Carlos Montenegro, la historia boliviana fue la lucha entre la nación y la antinación, polos de lo positivo y de lo negativo. La nación contenía el bloque conformado por las clases populares y la antinación, el bloque constituido por la oligarquía (Mayorga, 1993; Tapia, 2002), a la que se consideraba culpable por la transferencia de la riqueza a otros Estados, a nivel económico; por los modos extranjeros de organización del poder, a nivel político; y por el desprecio hacia las clases populares, a nivel ideológico, lo que explicaba que se vivía en el país pero “a la manera del extranjero”. Para Montenegro, la lucha por la Independencia fue la lucha de la clase popular de los mestizos que murió y fue reemplazada por los que representaban la colonia. La desaparición física de los caudillos conductores “del sentimiento nacional” explicaba que una “casta” los reemplazara y así se habría dado “el frustrado nacer de Bolivia”.
Alipio Valencia Vega, relacionado con Tristan Marof—seudónimo de Gustavo Navarro, legendario marxista e izquierdista de fines de los años ‘20—, con el socialismo y con la fundación del Partido Obrero Revolucionario, publicó en 1950 El pensamiento político en Bolivia, punto de partida para la edición de su Historia política de Bolivia en siete tomos, de los cuales cinco corresponden al siglo XIX. Para el autor, la historia de Bolivia era la lucha entre el feudalismo y el capitalismo, entre la infraestructura (lo económico) y la superestructura (lo político e ideológico). El motor del progreso estaba constituido por el desarrollo equilibrado entre la infraestructura, que consistía en las fuerzas productivas y en las relaciones de producción, y la superestructura, que consistía en el armazón político e ideológico. El desfase y el desequilibrio entre ambas producía “graves desajustes en la sociedad”. La fundación de la República significó una revolución política sin el consiguiente cambio en la estructura económico-social. En otras palabras, se creó una república liberal –que era una simple fachada– sobre una estructura feudal. El autor, retomando la idea de Montenegro, planteó que la nueva república liberal fue una ficción porque los patriotas “criollos inferiores” que tenían el rol de dirigentes y los mestizos soldados desaparecieron de la escena por la “guerra a muerte” que se les declaró y porque los “criollos-aristócratas” del realismo que se pasaron al bando patriota a partir de 1821 fueron los que estuvieron presentes en la fundación de la República (Valencia Vega, 1984). El exterminio de los jefes de las montoneras de la revolución y el transfugio de los militares y de los doctores explicó la continuidad de la colonia en el período republicano.
El historiador norteamericano Charles Arnade (1979[1955]) continuó con la idea de Montenegro acerca del “frustrado nacer de Bolivia” y la idea de la “decapitación” de la revolución planteada en 1950 por Valencia Vega (1991 [1950]y 1984). Siguiendo la posición de Gabriel René Moreno sobre los “dos caras” o los oportunistas, consideró que una asamblea de “tránsfugas” y de antiguos oportunistas creó la República (Arnade, 1979 [1955], 230). La Independencia habría sido, sin embargo o pese a todo, “la creación de diez y seis largos años” de lucha que podía haber sido alcanzada por la generación de 1809, por los mestizos, por los “honestos criollos e incluso los españoles patriotas” que, en conjunto, fueron “traicionados” por una “clase deshonesta” que usó los principios de 1809 y los deformó, lo que dio lugar a muchos de los “infortunios de Bolivia” (Ibíd.). En resumen, la obra de Arnade contiene, en el nivel de su interpretación, la sistematización de muchos otros trabajos, especialmente los de Gabriel René Moreno, de Carlos Montenegro y de Alipio Valencia Vega.
Este conjunto de autores, desde Arguedas hasta Arnade, constituye un grupo con posiciones políticas distintas en diferentes períodos. Sin embargo, todos ellos coincidieron en interpretar la creación de Bolivia como una emergencia trunca e inconclusa debido a la desaparición física de la generación verdaderamente revolucionaria, de tal manera que los que sí sobrevivieron y participaron en la fundación de la República fueron los oportunistas de “dos caras”.Los imaginarios de frustración y traición descansan sobre tres pilares deleznables: en primer lugar, en la construcción de un momento prístino, un tiempo casi mítico de los “orígenes”; en segundo lugar, en la creación de una generación verdaderamente “revolucionaria” que murió y que se ha contrapuesto a los “doctores de Charcas”, que sí vivieron la fundación de la República y que fueron considerados como oportunistas; y, en tercer lugar, en haber minimizado que entre 1808 y 1825 transcurrieron más de quince años en los que la situación económica y política de España y del imperio hispánico cambió drásticamente.
Entre fines de la década de 1960 y fines de 1970, las interpretaciones de René Zavaleta Mercado y Silvia Rivera Cusicanqui han tenido y tienen aún una influencia muy grande. El primero publicó, en 1964, una obra representativa de su primer período que se llamó La formación de la conciencia nacional (Tapia, 1997), imbuido del análisis de la lucha de clases y del imperialismo. El autor planteó que la conquista significó el principio de una evolución histórica dictada por lo exógeno. Presentó la historia de Bolivia como la de un “país perseguido” por los hechos, las naciones, los intereses que la asedian “de una manera tan intensa que parecerían ser parte de una confabulación”. La oligarquía antinacional, compuesta por los latifundistas y el gran capitalismo minero, fue considerada no sólo como una clase opresora sino también una clase extranjera por su origen y cultura y representante de los intereses del imperialismo. Es decir que la explotación económica de los indios, lo “más tradicionalmente nacional”, implicaba su negación de tal manera que eran “antinacionales”. Se debía luchar entonces contra una opresión no sólo de clase sino contra una casta extranjera (Zavaleta, 1990[1967]).
Silvia Rivera planteó, por su parte, que el colonialismo interno —un concepto que estuvo presente en América Latina en la década de 1960 y 1970— articula toda la historia de Bolivia. En 1993, lo definió como “un conjunto de contradicciones diacrónicas de diversa profundidad” que atraviesan “las esferas coetáneas de los modos de producción, los sistemas políticos-estatales y las ideologías ancladas en la Homogeneidad cultural” (Rivera, 1993, 30). Esas “contradicciones” se encontrarían entres horizontes o ciclos históricos: el ciclo colonial, el ciclo liberal y el ciclo populista. El ciclo colonial, marcado por la “polarización y jerarquía” entre cultura nativa y cultura occidental, se expresó en la oposición entre “cristianismo y paganismo”, lo que conduce a la exclusión de los indios y de gran parte de los mestizos. El modo de dominación colonial estuvo marcado entonces por la violencia, la segregación y la colonización de las almas (Rivera, 1993). El ciclo liberal que empezó con la República no rompió esta estructuración; introdujo la igualdad básica de los seres humanos y la individuación del ciudadano, rompiendo así las estructuras corporativas, pero tuvo “acciones culturales civilizatorias” y “un remozado esfuerzo de exclusión” basado en “la negación de la humanidad y de los indios”. En ausencia de los “mecanismos” del pacto colonial, la Ley de Indias fue reemplazada por la masacre de indios, por la represión preventiva más que punitiva y por la reforma como un método de “encubrimiento y reciclaje de las estructuras coloniales”. Los mecanismos integradores y de ciudadanía (como el mercado, la escuela, el cuartel, el sindicato) generaron entonces “nuevas y más sutiles formas de exclusión” (Rivera, 1993, 30 y sig.) combinando la violencia abierta con la violencia invisible (Ibíd.).
Uno de los cambios más importantes en las últimas décadas, particularmente a partir de los años ‘80, ha sido la emergencia de profesionales que se han identificado como aymaras y cuya producción intelectual, desde la historia y otras ramas, ha sido importante. En La Paz, en la carrera de Historia de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), sobresale sin duda alguna Roberto Choque Canqui, cuya tesis de licenciatura (1979) abordó la situación social y económica de los revolucionarios del 16 de julio de 1809 y la participación de los héroes de la Independencia paceña contra la sublevación indígena de 1781. Paralelamente, las investigaciones impulsadas desde el Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (CIPCA), dirigidas por Xavier Albó, también fueron fundamentales. El libro La cara campesina de nuestra historia, de Xavier Albó y Josep Barnadas (1984),marcó indudablemente un hito en esta línea y es revelador que luego se transformara en Lacara india y campesina en 1990. Finalmente, en la carrera de Sociología, Silvia Rivera Cusicanqui fundó, en noviembre de 1983, el Taller de Historia Oral y Andina (THOA) junto a jóvenes aymaras como Tomás Huanca. Rivera planteó que la historia oral no era sólo una metodología sino que encerraba un potencial epistemológico: el pensamiento crítico hacia las ciencias sociales, un ejercicio de desalienación tanto para el historiador como para su interlocutor, que borraba la distinción entre sujeto que investiga y sujeto investigado porque ambos pueden reflexionar sobre su experiencia permitiendo la descolonización (Rivera, 1990). El THOA ha tenido un rol clave en rescatar la lucha de las comunidades aymaras contra la expansión del latifundio, dicha lucha dio lugar a la emergencia de una red de caciques apoderados; esto último fue motivo de diversos trabajos de investigación y de difusión de autores como Carlos Mamani (1991, 1992), Tomás Huanca (1991) y el libro colectivo dedicado a la educación indígena (1992) o bien otro estudio sobre caciques apoderados, de Esteban Ticona y Leandro Condori Chura (1992). María Eugenia Choque, Vitaliano Soria y Lucila Criales, entre otros, también son autores de diversos trabajos en el marco institucional del THOA. Otro joven investigador historiador de la carrera de Historia fue Roberto Santos, que realizó un trabajo fundamental en la reconstrucción de la memoria indígena (1992), que fue publicado por el THOA. La organización no gubernamental CIPCA también tuvo un rol clave en la investigación y en la difusión de estos trabajos.
Este conjunto de autores e instituciones contribuyeron indudablemente no sólo a la historiografía sino también a forjar el presente del Estado Plurinacional. Los cambios que se han vivido a nivel nacional en los símbolos y en los héroes que acompañan ahora a personajes como Simón Bolívar y Antonio José de Sucre no hubieran sido posibles sin el aporte de cada uno de ellos a lo largo de más de treinta años.
La interpretación que presentamos en la obra que acaba de ser publicada (Barragán et al., 2015) plantea que el siglo XIX no puede pensarse en simple clave de continuidad y ruptura. Nosotros consideramos que la República, en tanto gobierno de lo “público” y en tanto forma de organización, fue una gran ruptura; pero esto no quiere decir que no hubiese continuidades. El análisis de estas, sin embargo, requiere la introducción de mayores matices o aspectos que no han sido tomados en cuenta.
El ámbito político ha sido quizás el tema más desarrollado por la historiografía boliviana sobre el siglo XIX. Diversos autores, empezando por Arguedas, pusieron énfasis en la violencia y en la inestabilidad crónica de Bolivia como consecuencia de la forma de hacer política de los llamados caudillos. De esta forma, el período caudillista y sus personajes paradigmáticos —Manuel Isidoro Belzu y Mariano Melgarejo— han sido los más analizados desde fines del siglo XIX. La inestabilidad política y, de manera mucho más concreta, el continuo cambio de gobiernos y presidentes a través de golpes de Estado han sido también temas candentes que han dado lugar frecuentemente a una representación hasta caricaturesca de la historia boliviana. En cambio, la reflexión sobre ciudadanía y elecciones, la república y la democracia, constituye un tema que ha resurgido a partir de la recuperación de las democracias en América Latina, principalmente a partir de la década de 1980 pero también en relación con una reevaluación de lo que significó el proceso de la Independencia y la formación de las repúblicas en el siglo XIX.
El discurso anticaudillista se hizo evidente en los debates suscitados por la élite minera, ya en el poder, durante la Convención Nacional de 1880, que surgió en un momento de crisis política marcada por la reciente guerra con Chile; por la política estatal en torno a las tierras comunitarias que originaron protestas e importantes levantamientos de la población indígena o por las discusiones en torno al “unitarismo” y federalismo. Según los miembros de la Convención, los caudillos fueron los culpables del excesivo abuso de los cargos públicos, de la debilidad económica, de la crónica inestabilidad política y, por tanto, del fracaso de la guerra y de la viabilidad de Bolivia como país. De esta forma, la historiografía boliviana de principios del siglo XX no hizo sino sistematizar esta visión construida por la oligarquía a fines del siglo XIX.
Alcides Arguedas ha sido y es el más famoso e influyente exponente de la visión negativa que, producto de la Convención de 1880, aún se maneja sobre el caudillismo en los manuales de historia e incluso en algunos estudios académicos. Imbuido de los prejuicios sociales de su época, estudió la temprana trayectoria republicana a través de la conducta y el origen social —en su mayoría popular— de los caudillos, y proyectó de ellos una imagen negativa, fatalista y racista. Postuló que la historia de Bolivia había transitado de los fallidos esfuerzos civilizadores de los “caudillos letrados” como Andrés de Santa Cruz y José Ballivián a la acción de incultos “caudillos bárbaros” como Manuel Isidoro Belzu y Mariano Melgarejo que eran apoyados, en el caso de Belzu, por una plebe carente de valores cívicos. Según Arnade (1987), la interpretación de Arguedas acerca de la historia del siglo XIX fue tan contundente que influenció incluso a su enemigo intelectual, Franz Tamayo, quien decía que la historia boliviana es insignificante porque es la historia de españoles pervertidos y de mestizos y cholos1 corruptos. Para Tamayo, el caudillo que personificaba todas las taras del cholaje era Mariano Melgarejo, quien se convertiría en el prototipo del caudillo bestial del siglo XIX. Incluso el izquierdista Tristán Marof sostuvo que “Melgarejo es la historia de Bolivia”[Arnade, 1979, 40] e intelectuales nacionalistas y marxistas de la década de 1940 como Carlos Montenegro y Alipio Valencia Vega, quienes interpretaron la historia en respuesta a Arguedas, no dejaron de ser influidos por la visión pesimista de este autor aunque resaltaron el lado popular del caudillismo (Ibíd.). En este sentido, por ejemplo, Montenegro y los historiadores nacionalistas rescataron el populismo de Belzu por su identificación con la causa de los artesanos que permitía a las clases populares acceder a un papel activo en la historia de Bolivia. En los años ‘50, el futuro intelectual indianista Fausto Reynaga, en su libro Belzu precursor de la Revolución Nacional (1958), afirmaba que este personaje fue el precursor de la revolución boliviana de 1952. En contraposición a Reynaga, el trotskista Guillermo Lora (1967), en su Historia del movimiento obrero, dijo que el populismo de Belzu fue el principal obstáculo para que la clase proletaria no adquiriera una conciencia de clase. En todos los casos, los caudillos fueron identificados como los responsables del caos y de la poca institucionalidad lograda por Bolivia durante el período caudillista.
Más allá de los personajes paradigmáticos y de la visión maniquea sobre los caudillos, la reflexión académica en torno al caudillismo como fenómeno dio un giro en los años ‘80 cuando el británico James Dunkerley (1981) escribió un artículo en el que reevalúa las causas del caudillismo y señala como uno de los motivos principales de su surgimiento la debilidad de las instancias políticas civiles y la supremacía del ejército.
A partir de 1990, desde una óptica renovada de la historia política, se inició la revisión de la actuación histórica de los caudillos republicanos. Según Peralta e Irurozqui (2000), una primera generación de caudillos correspondió a quienes lucharon en la Guerra de la Independencia y en contra de la injerencia peruana que derivó en el triunfo boliviano en la batalla de Ingavi (1841).2 Una segunda generación de caudillos militares gobernó hasta principios de los años ’70; estos compartieron la experiencia de haber peleado en Ingavi.3 Finalmente, la tercera generación de caudillos fue personificada por Hilarión Daza, cuyo desprestigio se vincula con su actuación en la Guerra del Pacifico (1879-1880). Esto provocó que el ejército entrase en crisis y con ello el sistema caudillista, lo que permitió la inauguración del período oligárquico conservador-liberal (1880-1920).
El caso más estudiado es nuevamente el de Manuel Isidoro Belzu. En este sentido, son estimulantes los trabajos de Raúl Calderón Jemio(1996, 1999), quien estudió las razones del apoyo de los indígenas al proyecto de Belzu y su posterior ruptura. También se encuentra el trabajo de Frédéric Richard (1997), dedicado al importante papel desempeñado por la religión durante el gobierno de este caudillo y a la tensión entre la tradición y la modernidad. El autor señaló que ya Humberto Vásquez Machicado y Guillermo Lora intuyeron el carácter conservador y tradicional de Belzu aunque no lograron demostrarlo sistemáticamente. En los últimos años, el carácter conservador del gobierno de Belzu ha sido también analizado por Andrey Schelchkov(2011), quien afirma que “Belzu era un político conservador, que se resistía al proceso de desbarajuste de los viejos estamentos de la sociedad” (2011, 8).Sin embargo, plantea que su régimen también tuvo un proyecto político, la “utopía social conservadora”(Schelchkov, 2011), y muestra a un hombre que dedicó su vida “a la lucha por la liberación de las masas populares de la oligarquía”(Schelchkov, 2011, 201): por un lado, buscaba destruir el antiguo régimen de jerarquía y privilegios, lo que tenía un carácter radical y revolucionario porque buscaba una república igualitaria; por otro lado, tenía una política religiosa conservadora pero también demostraba actitudes en contra del mercado o de la democracia liberal (Schelchkov, 2007, 244).
El tema del caudillismo en su conjunto es también visto desde varios ángulos. El rol de la burocracia, la empleomanía y el clientelismo como soporte de los caudillos han sido abordados por Víctor Peralta (1992), que también se ha detenido en la relación de la Iglesia con los caudillos (1994). Asimismo, trata el tema del discurso político como un aspecto importante para que los diferentes caudillos logren adhesiones. Por su parte, el enlace entre la economía de la quina y su influencia en los gobiernos caudillistas ha sido visto por Carlos Pérez (1999) mientras que el tema de las elecciones durante el caudillismo ha sido abordado por Marta Irurozqui y Víctor Peralta (1998).
Finalmente, y para cerrar el siglo XX, un libro que revisa el tema del caudillismo en su conjunto y que propone entenderlo como parte de un proceso histórico de conformación nacional desmitificando la premisa arguediana de que se trató de un período de caos, en el que el Estado se encontraba ausente, es el de Víctor Peralta y Marta Irurozqui (2000) titulado Por la concordia, la fusión y el unitarismo. Estado y caudillismo en Bolivia 1825-1880.Los autores intentan demostrar que el caudillismo militar fue un fenómeno “potenciador de lo estatal y resultado de la conjugación del interés privado y de la acción pública” (2000, 21). Sostienen que la construcción del sistema caudillista no fue sólo la empresa de un militar, sino la obra de distintas facciones en que, por lo general, estuvo dividido el ejército, las burocracias, las asambleas y los congresos, las élites regionales y locales, los municipios y los grupos populares. También intentan demostrar cómo la mayoría de los caudillos procuraron institucionalizar sus gobiernos pasando de la dictadura temporal a la presidencia constitucional con características modernas.
Gracias a estos trabajos se puede constatar que el caudillismo no fue necesariamente un obstáculo para la construcción de la nación. Los nuevos estudios también consideran a los caudillos como enlaces entre formas tradicionales de comportamiento y la modernidad liberal. Por lo tanto, la visión arguediana sobre este período, aunque sigue vigente, está siendo reevaluada por las investigaciones de finales del siglo XX.
Bolivia ha sido legendariamente conocida por su inestabilidad política, a tal punto que se decía que había tenido más presidentes que años de existencia. Esta visión no sólo ha estereotipado al país sino que, por muchos años, ha impedido comprender la dinámica política que implicó. Uno de los autores que contribuyó a esta mirada fue Nicanor Aranzaes, que publicó el libro titulado Las Revoluciones en Bolivia (1918),en el que registró al menos 185 “movimientos”(término genérico que estamos introduciendo para nombrar ese conjunto) entre 1828 y 1903, lo que da un promedio de 2,4 por año en los 87 años de existencia del país. El autor encontró 122 “revoluciones”4, 21 “motines”, 16 “conspiraciones”, 12 “sublevaciones”, 6 “intentonas”, además de otros 8 movimientos con distinta denominación.
En una obra reciente (Barragán et al.,2015), señalamos que estos movimientos expresan la praxis de una dinámica política de desacuerdos y acuerdos articulados simultáneamente con la legalidad y la constitucionalidad. El descontento, las alianzas y las movilizaciones eran parte de la praxis de la cultura política y, por tanto, tuvieron lugar en diversos momentos y por razones y motivos diferentes. En primer lugar, hubo desacuerdos con las políticas del momento, lo que conducía a la búsqueda de la sustitución del gobierno de turno (es decir, presidente, ministros y aliados). En segundo lugar, pese a que todavía no existían partidos políticos, podía haber una oposición importante con opiniones diferentes. En tercer lugar, esta situación expresaba también la ausencia de una construcción hegemónica ola falta de suficiente legitimidad.
En general, se asume que los militares fueron los responsables de esta inestabilidad y se exponen estadísticas en el libro de Carlos Mesa (1990) que muestran que ellos fueron responsables de 73% de los golpes de Estado. Sin negar el rol central que tuvieron, frecuentemente hubo alianzas entre militares y doctores, es decir, abogados. Estas alianzas se expresan y se “leen” en la forma en que se llevaban a cabo estos movimientos que se originaban en la toma de cuarteles en diferentes lugares del país, comprometiendo a sargentos, coroneles y generales. La toma de la prefectura para cambiar al prefecto, que era también el Jefe Superior Militar, y colocar a otro que fuera parte del movimiento (como una constante) es otra característica de estos movimientos. Estas tomas de las prefecturas se podían acompañar de la convocatoria a comicios en los que también estaban involucrados civiles. La participación de doctores no era muy común al inicio del movimiento, pero fueron parte importante de ellos puesto que asumían responsabilidades en calidad de presidentes o ministros. Esto demuestra también el prestigio que los civiles adquirían y presentaban frente a la sociedad. Finalmente, aunque el liderazgo de los movimientos se encontraba en el ejército y en funcionarios del poder ejecutivo (prefectura), participaron también “sectores populares”,si bien no se tiene información muy detallada al respecto.
Es fundamental señalar también que estos movimientos, que acontecían año tras año, se acompañaban de un discurso legalista que apelaba a dos tipos de argumentos articulados: la tiranía o dominación que justificaba el levantamiento y la necesidad de imponer o reimponer la Constitución. La inestabilidad política expresaría, por tanto, una activa dinámica política en la que participaban diversos sectores de la sociedad.
La reevaluación del período caudillista y la renovación de la historiografía política que se ha dado en relación con las Juntas y la Independencia en la historiografía de fines del siglo XX en América Latina y Bolivia han llevado a reconsiderar el tema de la ciudadanía y las elecciones (Sábato, 1999).Esta problemática adquiere en el área andina una dinámica particular por la importancia de la población indígena.
El trabajo de Andrés Guerrero (2010) sobre el Ecuador y el de Brooke Larson (2002) para el conjunto de las repúblicas andinas son referencias del debate. Andrés Guerrero, influenciado por Foucault, planteó para el siglo XIX un régimen de administración de poblaciones; es decir, de manejo de grupos ciudadanos que no eran considerados aptos para la igualdad ciudadana. Se trataría por tanto de poblaciones clasificadas de incivilizadas, de indios que tienen que convertirse en ciudadanos. Así, la ciudadanía y su carácter igualitario e incluyente se tiñó de aspectos de dominación a tal punto que se han dado procesos de ventriloquía; es decir que fueron siempre “otros” que hablaron por los indígenas y los subalternos.
Larson planteó, por su parte, que la construcción postcolonial de la nación fue un proyecto imperial dirigido a la colonización interna de territorios y de culturas que comenzaron en la segunda mitad del siglo XIX. En la primera mitad, las repúblicas andinas revivieron la relación colonial basada en la separación entre indios arraigados a la tierra y que pagaban tributo, y las élites criollas ansiosas de imponer un orden. Por tanto, se pasó de repúblicas basadas en el tributo a Estados-nación racialmente polarizados (Larson, 2002, 15-16).
Parte fundamental en este debate tiene que ver con la ciudadanía o no de la población indígena a partir de 1825. Demélas señaló que la mayoría de los representantes o diputados de 1825-1826 prefirió considerar a los indígenas como una “masa” que debía ponerse bajo tutela (Demélas, 1992). Rivera enfatizó, por su parte, que el ciclo colonial, marcado por la “polarización y jerarquía” entre culturas nativas y cultura occidental y que condujo a la exclusión de los indios, se articuló al ciclo liberal de la ciudadanía, lo que significó “un remozado esfuerzo de exclusión” basado en “la negación de la humanidad y de los indios” (Rivera, 1993, 33-34). Finalmente, tanto Rivera como Platt (1991) plantearon que para acceder a la igualdad y a la ciudadanía había que atravesar “un proceso civilizatorio” que significaba “dejar de ser indio”. Frente a estas posiciones, Irurozqui criticó la visión “militante y simplificadora” que atribuía a la herencia colonial la “imposibilidad de aplicación del modelo liberal (2000, 28.) y planteó que ninguna ley o norma prohibió que los indígenas pudieran no ser ciudadanos, que “ser incapaz de leer y escribir en castellano” no siempre “supuso (...) un escollo para la ciudadanía, ni ser alfabeto aseguró su disfrute” (Irurozqui, 2000, 58) y que ser tributario-contribuyente con tierras pudo favorecer a la ciudadanía. En diversos trabajos, la autora (1999, 2000, 2003) ha subrayado que la cultura electoral boliviana permitió su progresiva interiorización a través de “las imperfecciones electorales”, como el fraude, lo que posibilitó la participación del conjunto de la sociedad, incluidos los indígenas; se expandió, de esta manera, la retórica de la nación boliviana en el marco de una democracia censitaria. Rossana Barragán, por su parte, investigó la dinámica de continuidades y cambios que se plantearon en las diferentes asambleas constituyentes y convenciones que tuvo el país cuando se discutieron precisamente las elecciones y la representación, la igualdad y la ciudadanía (Barragán, 2005, 2006).La autora mostró que entre 1825 y fines del siglo XIX hubo apenas, y en el mejor de los casos, cincuenta mil ciudadanos votantes en una población de más de un millón de habitantes, lo que supone que una gran mayoría de la población masculina no sufragaba, incluyendo, por supuesto, a la propia población indígena. Se refirió también al hecho de que, hasta 1938, aún se discutía la “ciudadanía” de los indígenas. Finalmente, llamó la atención sobre los cambios que se han dado a través del tiempo: el sistema de elecciones indirecto imperó, por ejemplo, durante gran parte del siglo XIX, mientras que el sistema de elecciones directo se introdujo posteriormente; remarcando también la importancia de las elecciones más que para la elección del presidente, para la elección de los representantes o diputados.
Pero el ejercicio de la ciudadanía no solo se refiere a las elecciones. Fruto de las investigaciones realizadas en la década de 1990, nuevos trabajos sobre el siglo XIX permiten renovadas interpretaciones que, por ejemplo, ven en la violencia política una forma de ejercicio de facto de las bondades ciudadanas. Según esta visión del siglo XIX, la violencia es una muestra de salud política y de una forma de estructurar la nación a través de una ciudadanía armada. En este sentido se expresa el trabajo de Marta Irurozqui que evoca las famosas “Matanzas de Yañez”, ocurridas en el año 1861, y señala que el ejercicio popular de la violencia contra los abusos del poder rompió la legalidad constitucional pero ayudó a consolidar el Estado (Irurozqui, 2011).En el trabajo colectivo que acabamos de publicar (2015), hemos planteado que existían también importantes prácticas políticas que expresaban la soberanía de los pueblos, entendida como una territorialidad de pueblos en su doble acepción, como lugares y actores, como autonomías y contiendas que muchas veces pusieron en entredicho la pretensión de soberanía unitaria y moderna.
La densidad de obras relacionadas con la historia económica de la Bolivia decimonónica es sin duda inferior a la existente en torno a la historia política del país. No obstante, es difícil negar que estas contribuciones presenten como eje articulador la necesidad de explicar el estancamiento económico que sufrió el país desde la Independencia (1825) hasta el último tercio del siglo XIX. Partiendo de esta hipótesis, a continuación se revisan diferentes obras desde principios del siglo XX hasta décadas recientes, que pueden ser identificadas como representativas de visiones generales en torno a la evolución de la economía boliviana entre las décadas de 1820 y 1870. En este sentido, debe quedar claro que los autores y los trabajos que se comentan a continuación no fueron los únicos que se preocuparon por el análisis de la economía boliviana postindependiente, sino que fueron los intentos más sistemáticos a la hora de crear una historia económica general del país o los que mayor trascendencia historiográfica tuvieron.
La Historia Financiera de Bolivia de Casto Rojas se publicó por primera vez en 1916 como resultado del premio al mejor ensayo científico convocado por la Universidad Mayor de San Andrés, en La Paz, y fue reeditada por esta misma institución en 1977. Este trabajo fue realizado por uno de los intelectuales liberales más destacados, que fue ministro de Hacienda durante el segundo mandato del máximo representante del liberalismo, Ismael Montes. Si bien la obra se enfoca en la evolución de las finanzas públicas bolivianas, brinda un análisis que permite una evaluación general de la economía. En efecto, Rojas propone que la Independencia de Bolivia encontraba a las fuerzas productivas exhaustas luego de más de quince años de luchas, pero que el país mostraba un importante potencial de crecimiento económico. De acuerdo con este autor, la imposibilidad de cubrir este potencial radicó ante todo en la falta de liderazgo de las autoridades nacionales y en su decisión de basar la estrategia de crecimiento en un proteccionismo aduanero —es decir, un proteccionismo con fines fiscales más que industriales— y un prohibicionismo comercial basado en ideas mercantilistas equivocadas.
Sin embargo, a diferencia de otros autores de su época y de la imagen muchas veces heredada a partir de estos, Rojas sugirió que esta falta de liderazgo no fue una constante a lo largo del período analizado. Al contrario, el autor propuso que la falta de liderazgo se hizo patente luego de la administración del mariscal Andrés de Santa Cruz (1829-39) y fue particularmente notoria en dos períodos determinados. Por un lado, durante el gobierno de Belzu, al cual Rojas acusa de impulsar un “populacherismo” que servía tan sólo para deprimir la moral y la dignidad de los factores más capacitados y eficientes de la economía nacional y para crear brechas políticas y sociales que terminaban por atentar contra la unidad nacional; Rojas manifestaba también que la política de fomento a la industria nacional impulsada por Belzu era impracticable y que no era más que literatura burocrática. Por otro lado, resaltaba que el desarrollo de la economía de la costa boliviana durante los últimos años de la década de 1850 y principios de la de 1860 representaba una gran oportunidad que, “coincidió, por desgracia, con el gobierno menos capacitado para encauzarla y obtener de ella los mayores beneficios en favor del progreso nacional” (1916, 249). Se trataba del de Mariano Melgarejo, a quien Rojas acusó de liderar un gobierno que presentó una discrecionalidad excesiva, de fomentar una política de tierras abusiva y de rifarse las riquezas de la costa boliviana a través de concesiones cuyo único fin era generar recursos para un fisco que se hallaba exhausto debido a la inestabilidad política. Finalmente, el autor planteó que la derrota en la Guerra del Pacífico (1879-80) fue resultado de una serie de errores acumulados desde la Independencia y la falta de comprensión a las propuestas del presidente Adolfo Ballivián (1873-74), político ilustrado que buscaba remozar el país mediante una profunda reforma financiera y mediante la compra de armamento destinado a frenar la inminente amenaza chilena.
Rojas lamentaba que la falta de alternativas fiscales viables determinó el retorno al tributo colonial como principal fuente impositiva del Estado central. Según el autor, este tributo iba en contra de los principios liberales que habían guiado la revolución y, además, restringían la propiedad individual de las tierras, fenómeno que impedía aprovechar el potencial productivo de la mano de obra indígena. Así, una vez más, al contrario de muchos de sus contemporáneos, Rojas defendía las oportunidades económicas que representaba la mano de obra indígena.
A pesar de su admiración por Andrés de Santa Cruz, Rojas era muy crítico con la decisión del mariscal de autorizar de manera secreta la adulteración en un 25% de la moneda de plata boliviana. Según el autor, la decisión de emitir la denominada moneda feble dio inicio a diversos problemas monetarios (entre ellos, a la llamada Ley de Gresham, según la cual la emisión de moneda mala expulsa del mercado a la moneda buena) que fueron empeorando a lo largo de las siguientes décadas. Esta política dio lugar a uno de los debates más álgidos en la historia económica boliviana; debate que, tal como se verá posteriormente, espera aún por más investigaciones.
La Nueva Historia Económica de Bolivia (en siete volúmenes) de Luis Peñaloza Cordero representa sin duda el máximo esfuerzo por sistematizar en una sola obra la historia económica de Bolivia. El tercer volumen se enfoca en el período analizado y, a diferencia de Casto Rojas, presenta un análisis más estructural y menos basado en las acciones de los gobernantes. En efecto, el tomo se inicia con una presentación general de las causas y de la situación de la economía boliviana al momento de la Independencia y, posteriormente, divide el análisis en dos grandes temáticas: la tierra y la minería. Si bien este volumen fue publicado en 1983, su contenido es considerablemente similar al primer esfuerzo que hizo Peñaloza por sistematizar la historia económica boliviana y que apareció en 1946 (dos volúmenes). Ello es relevante pues inserta la obra de Peñaloza dentro de aquella generación de jóvenes nacionalistas inspirados por la derrota en la Guerra del Chaco y promotores de la Revolución de 1952.
Peñaloza resalta que la historiografía boliviana ha tendido a sobredimensionar el potencial económico que tenía el país al momento de su independencia. Así, era de esperar que la crisis que la minería potosina sufría desde principios del siglo XIX mermase las posibilidades de éxito de los liberales y, al contrario, facilitase la consolidación de las ideas conservadores que vivió el país desde 1830 en adelante. En efecto, el autor sugiere que, luego de un breve lapso, la nueva república no hizo más que copiar y mantener las formas de organización política, económica y social características de la colonia. En lo referente a la tierra, Peñaloza sugiere que la perjudicial herencia colonial fue empeorada durante la administración de Melgarejo ya que las políticas adoptadas por este determinaron el vasallaje de la mano de obra indígena y la imposibilidad de aprovechar su potencial como pequeño o mediano propietario. En cuanto a la minería, plantea que el Estado boliviano decidió mantener el monopsonio colonial sobre la producción de plata con el fin de asegurar el circulante necesario en la economía. Sin embargo, en contraste al rol desempeñado por la Corona, el Estado boliviano fue incapaz de mantener un rol dinamizador en el sector. Según Peñaloza, estas deficiencias no se explicaban por ninguna limitación intrínseca ala intervención estatal en el sector, sino a la deficiente organización del Estado a lo largo del período.
En síntesis, el estancamiento de la economía boliviana durante las primeras décadas post independientes y la misma derrota en la guerra del Pacífico se explican, en la visión de Peñaloza, por la consolidación de un sistema económico feudal, un sistema que restringió la movilidad económica de la mano de obra indígena debido a su permanencia en las tierras de comunidad o en las tierras de propietarios latifundistas. Ante esta inmovilidad, el territorio boliviano en la costa del Pacífico tuvo que ser poblado por mano de obra extranjera, algo que fue posteriormente aprovechado por el incipiente imperialismo británico. Al respecto, Peñaloza presenta una visión contradictoria sobre el rol del capital internacional en la minería boliviana de la postindependencia. Por un lado, es identificado como elemento indispensable para dinamizar el sector e introducir mejoras tecnológicas urgentes. Por otro lado, sin embargo, el autor sugiere en repetidas oportunidades que el escaso control a estos capitales presentaba el peligro potencial de consolidar intereses imperialistas en el país, situación que se comprobó una vez que se liberalizaron las exportaciones de plata (principios de la década de 1870). Estas tensiones, muchas veces contradictorias e irresueltas, entre el desarrollo endógeno y la necesidad del capital exterior persisten hasta el día de hoy en aquellos que defienden posturas nacionalistas en torno a la explotación de los recursos naturales.
Si bien Peñaloza basaba su análisis en algunas propuestas surgidas desde el marxismo, es difícil plantear que fue representante de esta escuela en el país. Al contrario, la Historia Económica de Bolivia (1981) escrita por Jorge Alejandro Ovando-Sanz manifiesta explícitamente el uso de la teoría marxista para entender la evolución de la economía boliviana a lo largo del tiempo. Ovando-Sanz era un relevante miembro del Partido Comunista de Bolivia y era catedrático de historia económica en la UMSA. Por ello, esta obra puede ser considerada como ejemplo de aquellas visiones marxistas que lograron importante resonancia en las aulas de las universidades públicas bolivianas durante la segunda mitad del siglo XX.
La tercera y la cuarta parte de la obra de Ovando-Sanz (“La Sociedad Feudal Republicana” y “El Despertar de la Sociedad Capitalista”)se centran en el período bajo análisis. En estos, el autor hace una revisión exclusiva de la temática de la tierra. Ovando-Sanz sugiere que los decretos de Bolívar tendientes a individualizar la propiedad de la tierra podrían ser considerados a priori como un avance hacia formas capitalistas de propiedad y de producción, pero que no fueron más que el primer intento de las élites dirigentes bolivianas por apropiarse de las tierras de comunidad indígena. Según este autor, este intento fracasó debido a que las condiciones objetivas no estaban dadas y no existía una clase comercial-burguesa capaz de consolidar sus intereses. Así, luego de estos intentos reformistas, el Estado boliviano copió el sistema colonial de propiedad de la tierra y reintrodujo el tributo como principal ingreso.
Posteriormente, Ovando-Sanz describe diferentes políticas agrarias cuyo fin radicaba en tener un mayor control sobre las tierras de comunidad y, al mismo tiempo, presenta los argumentos y las visiones de diferentes integrantes de la élite boliviana que justificaban o debatían en torno a este control. De acuerdo con el autor, el ataque a las tierras de comunidad se hizo más evidente en la década de 1860 y, particularmente, durante el gobierno de Melgarejo: la necesidad de cubrir la deuda flotante del país impulsó a los gobernantes a buscar formas en las cuales pudiesen monetizar en su provecho las tierras de las comunidades bolivianas.
Si bien la situación tendió a modificarse desde entonces, Ovando-Sanz planteó que no fue hasta la Guerra del Pacífico que el contexto tendió a consolidarse a favor de las élites no indígenas, una vez que los intereses de potencias imperiales cambiaron el escenario geopolítico en la región:
Actuando en esta forma el capital financiero inglés alcanzó los siguientes objetivos: someter a Chile a su esfera de influencia (…) dejar a las clases dominantes en el papel de gendarmes de las nacionalidades quechua, aymara y otras. Todo esto con el fin inmediato (…) [de]destruir el régimen de monopolio estatal del salitre practicado por el Perú (1981, 231).
Esta propuesta, que resaltaba la importancia del contexto internacional, no es, sin embargo, explicada y menos argumentada a lo largo del texto; el libro tampoco presenta un intento sistemático por relacionar las políticas de tierras con la evolución de la minería boliviana.
Luego de la publicación de las obras de Peñaloza y Ovando, ninguna otra historia general de la economía boliviana tuvo particular relevancia. Al contrario, aquellos trabajos que alcanzaron mayor repercusión se hallaban relacionados con temas específicos de la economía boliviana postindependiente. El trabajo de Mitre (1986) representa sin lugar a dudas uno de los que más resalta en este sentido. Inspirado en la propuesta de Assadourian (1982), quien a su vez criticó las perspectivas dependentistas en torno a la historia económica colonial de América Latina, el autor propuso que
durante un buen tramo del siglo XIX existió, entre los países del área andina, un espacio mercantil articulado por la moneda de Potosí y cuyas fronteras, simplemente, no se ajustaban al territorio controlado por cada uno de los Estados individualmente (Mitre, 1986, 16).
Según Mitre, aquello no fue resultado de un incremento de la producción minera sino de la depreciación de la moneda boliviana y los efectos que esta tuvo en términos de remonetización del área andina.
Sin embargo, autores como Prado (2008) sugieren no olvidar que, con el paso del tiempo, la emisión de moneda feble dejó de ser un proyecto destinado a monetizar el país y, más bien, se consolidó como una herramienta destinada a incrementar los recursos fiscales del Estado. Ello era posible pues al tener la posibilidad de retribuir con plata feble toda la plata fuerte recolectada el Estado imponía un impuesto oculto sobre los productores mineros. Dado que el porcentaje de pesos febles entregado a los productores mineros por su plata fuerte fue creciendo a lo largo del tiempo, la importancia de este impuesto oculto se fue haciendo cada vez más notorio. Este autor añade que la feble afectó al sector minero no sólo por el incremento en el nivel de la presión fiscal minera, sino también por la incertidumbre que generaba la discrecionalidad de la política monetaria. Más aún, sugiere que la magnitud de la emisión de la moneda feble terminó por generar procesos inflacionarios. Si bien esta aseveración es teóricamente posible, el autor no brinda ni siquiera evidencia anecdótica que permita creer en un considerable crecimiento del nivel de precios boliviano. Esta falta de evidencia se mantiene como una de las tantas lagunas de la historiografía económica boliviana, laguna que empieza a ser parcialmente cubierta por el trabajo de Henriques (2011).
La discusión en torno a los efectos de la moneda feble se halla también relacionada con la permanente revisión del debate entre librecambistas y proteccionistas. A pesar de la centralidad de este debate, gran parte de la historiografía se ha ocupado en revisar el discurso de cada uno de los bandos y poco se ha hecho por identificar relaciones causales entre política comercial y flujos comerciales. La principal excepción a esta norma radica en el trabajo de Huber (1997). Este autor recalca que la emisión de la moneda feble implicó una devaluación de la moneda boliviana que encareció aún más las importaciones externas; igualmente, recuerda que las importaciones inglesas veían afectada su competitividad en el país debido a los elevados costos de transporte que debían pagar antes de llegar al consumidor final; luego de un análisis de la política de la época, el autor muestra también que entre 1829 y 1860 la producción textil boliviana gozó de importantes niveles de protección arancelaria. Así, ante la existencia de tres tipos de protección económica y la evidencia de la llegada masiva de telas inglesas, el autor cuestiona si no es hora de entender la penetración de telas inglesas más allá de la política económica del Estado y fijar el análisis en las considerables diferencias de productividad existentes entre los centros artesanales bolivianos y las fábricas inglesas. Ello es un desafío pues poco sabemos aún sobre la productividad de los artesanos y de los trabajadores en general de la Bolivia postindependiente.
En relación con lo anterior, queda aún también mucho trabajo por recorrer para entender la capacidad de desarrollo e innovación endógena de la economía boliviana de mediados del siglo XIX. En efecto, frente a la visión aceptada en la historiografía boliviana y popularizada por el trabajo de Mitre (1981) de un estancamiento de la minería boliviana durante las primeas décadas postindependencia, Platt (1994) sugirió un primer ciclo minero republicano alcista durante la década de 1830. De acuerdo con este autor, este incremento se hallaría explicado en cierta manera por una innovación tecnológica que permitió el ahorro de salarios y que no pudo ser generalizada debido a la inestabilidad política de la época. Si bien sugerente, queda claro que aún se requieren de más trabajos que permitan discernir las posibilidades reales de la economía boliviana de invención tecnológica e innovación económica durante las primeras décadas de la postindependencia.
Igualmente, durante las últimas décadas, muchos trabajos se han centrado en el análisis de la hacienda pública boliviana postindependiente (Platt, 1982; Huber, 1991). Estas investigaciones han brindado una explicación más compleja sobre la importancia relativa de la contribución indigenal: lejos de ser un reflejo de la dominación de las élites criollas y mestizas sobre la población indígena, la contribución indígena era un instrumento utilizado por los indígenas para asegurarse el respeto a su autonomía al interior de las comunidades. Sin embargo, aún queda por resolver el efecto que esta estructura institucional pudo tener sobre el desempeño económico de largo plazo de la economía boliviana. En la misma línea, si bien existen trabajos centrados en la evolución económica de la costa boliviana (Pérez, 1994), la evidencia cuantitativa disponible al día de hoy impide determinar cuán significativo fue el desarrollo de esta región y cuáles los costos directos e indirectos de la derrota en la Guerra del Pacífico.
Estos análisis son necesarios ya que la historiografía económica boliviana se halla retrasada frente al resto de la de América Latina. En efecto, ante el consenso pesimista existente en la región hasta hace algunas décadas y gracias a nueva evidencia generada, el consenso actual en la región no gira tanto en torno a visiones pesimistas u optimistas sobre la postindependencia, sino que tiende a remarcar ante todo la heterogeneidad de experiencias económicas (Bulmer Thomas, 1994; Thorp, 1998; Prados de la Escosura, 2009; Bértola y Ocampo, 2011). Los análisis previamente mencionados son necesarios para identificar el rol de Bolivia dentro de esta diversidad.
El siglo XIX boliviano fue el escenario de muchas luchas políticas por el poder en las que el período caudillista dejó una honda huella en el imaginario nacional; pero menos conocido es que, en muchos casos, fueron improntas regionales las que derrocaron a los caudillos de turno, cuyo despotismo era frecuentemente identificado con el centralismo, en esa época denominado unitarismo. Llama la atención la reducida producción de estudios históricos sobre esta problemática a lo largo del siglo XX, cuando precisamente los conflictos regionales se volvieron más visibles a partir de que la ciudad de La Paz se convirtió en la sede de gobierno; a raíz de ello, surgieron algunas reflexiones sobre el tema pero más desde una perspectiva política, administrativa o social que histórica. Al parecer, la historiografía boliviana del siglo XX ha carecido de una visión nacional que contemplara la especificidad de sus regiones, pues estas no han sido objeto de una reflexión profunda desde la nación, mientras que sí lo fueron desde las mismas regiones cuando se sintieron en situación de inferioridad ante los “mensajes” enviados desde los gobiernos nacionales.
Recién a fines del siglo XX, cuando Bolivia volvió a la vida democrática y empezó a repensarse, el historiador José Luís Roca puso en el tapete el tema del regionalismo: en varias publicaciones (1979, 1983, 1999, 2005, 2009), quien propuso que la cuestión regional fue una constante en la historia institucional boliviana. En su primera obra al respecto, Fisonomía del regionalismo en Bolivia (1979), afirmó, de manera provocadora, que la historia de Bolivia erala historia de la lucha entre regiones más que la lucha de clases. Sin embargo, a diferencia de otros países en los que un centro ejerció un predominio sobre el resto de su territorio, no hubo en Bolivia una hegemonía permanente: a lo largo del siglo XIX, la pugna por el poder político se dio entre dos amplias regiones, los ejes en torno a La Paz en el norte y Chuquisaca en el sur. La victoria recién fue lograda a fines del XIX pero no prevaleció una región sobre el resto: a lo largo del siglo XX y, más bien, se fue constituyendo otro “eje” de ciudades y regiones, entre oriente y occidente, lo que dio lugar a lo que Barragán denomina ejemonías.5
De acuerdo con Roca (2005), el regionalismo se ha manifestado de dos maneras a lo largo del siglo XIX: por un lado, mediante una pugna interregional por obtener la hegemonía sobre el resto, como ocurrió entre Chuquisaca y La Paz; por otro lado, en las protestas de ciertas regiones contra el poder central al que culpaban por olvidar o marginar a regiones periféricas (en su acceso a recursos financieros del Estado o bien a mercados), lo que resultó en presiones para obtener una mejor redistribución de los recursos y de las obras públicas.
Desde 1825, Chuquisaca (que posteriormente se denominaría Sucre) acogía a la sede de gobierno, así como a los poderes del Estado. Poco poblado, el departamento no desarrolló una actividad productiva importante y, durante el período colonial, vivió a la sombra de Potosí aunque se caracterizó por ser la sede de la Audiencia de La Plata, del Arzobispado y de la Universidad San Francisco Xavier de Chuquisaca, instituciones prestigiosas creadas entre los siglos XVI y XVII. En la segunda mitad del siglo XIX, sus actividades económicas no variaron mucho pero la ciudad se benefició del auge de la plata, pues allí se instalaron los nuevos “patriarcas de la plata ”e invirtieron en construcciones suntuarias, en actividades comerciales y financieras; además, con el incremento de ingresos fiscales debido al repunte de la economía y del pago de los tributos indígenas, llegaron nuevos recursos a la sede de gobierno. En el norte, La Paz continuó el despegue que había iniciado en el siglo XVIII con la producción de coca, de oro, el comercio interno y externo, favorecido por su cercanía con Perú y con la costa del Pacífico. Además, era una región densamente poblada y el peso demográfico de su población indígena incidió en las recaudaciones debido a la importancia del tributo indígena en las finanzas públicas. Entre ambas regiones se expresaron varios desacuerdos a lo largo del siglo XIX en un llamado encono en torno a dos temas: la primogenitura del “grito libertario” de 1809 y la capitalía durante la República, tratados por Javier Mendoza (1997). Dos conflictos se destacaron por su violencia: la poco recordada guerra civil de 1847-1848 y la de 1899.
Según Roca (1999), el intelectual paceño Alcides Arguedas visibilizó, a principios del siglo XX, el conflicto de mediados de siglo como un episodio de las luchas regionales. En esta guerra se opusieron los intereses del sur y los del norte, representados por Manuel Isidoro Belzu, paradigma del caudillismo (Schelchkov, 2011). Con su victoria, llegó al poder y aseguró por unos años la hegemonía paceña, justificada en el auge económico que vivía entonces la región gracias al auge de la explotación de la quina de los bosques tropicales del departamento. Arguedas recalcó que el triunfo de Belzu salvó a Bolivia al consolidar la unidad territorial, pues evitaba su anexión a Perú. Además, este autor asoció el fenómeno de las luchas regionales con el del caudillismo: este conflicto habría sido la “encarnación de los intereses locales del sud siempre contrarios a los del norte, región rica y productiva y que con sus esfuerzos alimentaba la holgazanería chuquisaqueña” (Arguedas, citado en Roca, 1999, 120). El autor lamentaba que desde la Independencia de Bolivia, La Paz no hizo valer su peso económico y su “progreso material” sobre el de otras regiones mientras que Sucre vivía de su gloria pasada.
Bolivia pudo sobrevivir a la “anarquía” generada por el caudillismo gracias a que las regiones intentaron buscar equilibrios y compromisos cambiantes, lo que impedía que las élites regionales sintieran la presión de un solo departamento. Por otro lado, ante la ausencia de un poder centralizado, se dio mucho espacio a los poderes locales, mediante la municipalización (Rodríguez Ostria, 1999). Efectivamente, los municipios eran los gobiernos locales que recibieron muchas atribuciones en varios campos, desde el educativo, las obras públicas, la salud, la caridad, la vialidad, el nombramiento de autoridades específicas. Independientes del poder central, contaban con rentas propias —aunque insuficientes— que les permitían tener un peso importante en la vida cotidiana de sus pobladores. Su existencia favoreció a las élites regionales, lo que habría sido imposible con un Estado fuerte. A partir de 1871, fueron reorganizados y fortalecidos y en 1872, la Ley Financial estableció que podían incrementar sus recursos mediante la vía impositiva; ello significó un nuevo empoderamiento de las élites locales.
A fines del siglo, la pugna entre Chuquisaca y La Paz llegó a su término con la Revolución Federal, que fue más un enfrentamiento entre élites regionales que una guerra civil propiamente dicha. Desencadenada en 1898 por la aprobación de la ley de Radicatoria que establecía que Sucre sería la sede de gobierno —chispa que encendió un conflicto largamente anunciado—, opuso a liberales y a conservadores en un conflicto armado en el que los primeros levantaron la bandera del federalismo para ganar adeptos a su causa. Este episodio se caracterizó por la alianza establecida entre los liberales y las tropas indígenas aymaras encabezadas por Pablo Zárate Willka, pero que no prosperó debido a conflictos internos (Mendieta, 2010). Cuando los liberales llegaron al gobierno, convocaron una Convención que descartó la propuesta federal. Sucre y Chuquisaca perdieron la sede de gobierno, que se estableció desde entonces en La Paz.
Al margen del eje norte-sur, la región central y la oriental hicieron escuchar sus voces para expresar su disconformidad por el tratamiento recibido por el Estado central.
En 1871, luego de varios años tormentosos de caudillismo, en el marco de la Convención convocada ese año, los representantes cochabambinos plantearon la necesidad de discutir un nuevo modelo de Estado conocido como federalismo, ya vigente en países vecinos. El federalismo propuesto no se oponía al centralismo, entonces conocido como unitarismo y asociado al “despotismo político”.En términos económicos y fiscales, el federalismo proponía una nueva distribución de los recursos del Estado. Efectivamente, hasta entonces, bajo las premisas del unitarismo, el presupuesto nacional era una suerte de “bolsa común” alimentada de los ingresos de todos los departamentos, que servía sobre todo para ayudar a los departamentos más pobres. Como señala Barragán (2009), el criterio de la redistribución de recursos era territorial más que poblacional, lo que generó desigualdades pues algunas regiones más pobladas se veían desfavorecidas ante otras. Por otro lado, el presupuesto estaba inicialmente destinado a sostener la burocracia estatal, que se fue incrementando debido a las demandas locales por una mayor presencia del Estado en niveles cada vez más específicos, como provincias y cantones (Ibíd.). Por ello, el tema suscitó debates en torno a la generación de ingresos y a los gastos de los departamentos. En la propuesta federalista, se planteaba que cada departamento enfrentara sus gastos con sus propios ingresos. Por consiguiente, la oposición al federalismo surgió desde los departamentos que no podían generar ingresos propios para sostenerse y se diferenciaban de los más prósperos, ubicados en el eje norte-sur, más poblado y más productivo.
Si bien el debate no desembocó en ningún cambio de carácter político, en los ámbitos económico y fiscal hubo un viraje importante: efectivamente, desde 1872, todas las exportaciones fueron consideradas como recursos nacionales y, desde entonces, la producción minera subvencionó al conjunto del país. Ese mismo año se llevó a cabo una “descentralización rentística” con la creación de un Tesoro Nacional y tesoros departamentales y municipales. Se consideró como ingresos departamentales aquellos que no eran nacionales y los municipales fueron más específicos. El departamento de La Paz fue el principal generador de ingresos, seguido por Cochabamba y Oruro (Barragán, 2009).
Pero existía también un debate político en torno al federalismo que planteaba la necesidad de una mayor descentralización política y mayor autonomía. Uno de los casos más conocidos es el de Andrés Ibáñez, un político cruceño que creó un club político, el Club de la Igualdad, en el que se discutían ideas acerca de la democracia directa y del poder de los municipios, en la década de 1870.En 1876, tras un motín popular, se llevó a cabo la “Revolución de la igualdad” y, luego, se proclamó la Junta Federativa del Oriente que se planteaba como una alternativa ante el atraso de la región expresado en la crisis del comercio, del transporte y de la industria. El federalismo del cruceño no tenía relación alguna con otros movimientos federales que hubo en el país. Su programa era la autonomía territorial y la reivindicación social heredada de los miembros del Club de la Igualdad. Pero el movimiento fue drásticamente reprimido y, tras la ejecución de Ibáñez, desapareció.
Posteriormente, el departamento empezó a sentir las repercusiones de la pérdida del acceso a sus mercados tradicionales debido a la competencia de productos traídos por medio del ferrocarril. La vinculación entre Oruro y Antofagasta, desde 1892, permitió el ingreso de cereales chilenos mientras que la cercanía entre La Paz y Perú abrió las puertas del mercado boliviano al azúcar peruano. Las respuestas regionales fueron, en el caso de Cochabamba, la emigración de su mano de obra y, en Santa Cruz, la reconversión hacia rubros similares (alcohol en lata); por suerte para esta región, este mismo período fue el del auge de la explotación gomera en el norte del país (Beni y Territorio Nacional de Colonias), lo que abrió un nuevo —pero efímero— mercado a la producción cruceña (Rodríguez Ostria, 2012).
Entonces, si bien durante gran parte del siglo XIX la economía boliviana siguió funcionando de acuerdo con los parámetros coloniales según los cuales la minería de la plata tuvo un efecto de arrastre sobre otras regiones, desde el último tercio del siglo se inició un proceso modernizador más liberal que cambió el equilibrio entre las regiones unidas por el motor minero, Potosí y Oruro, y las articuladas por sus efectos de atracción, Chuquisaca, La Paz y Cochabamba (Rodríguez Ostria, 2012). Al insertarse el país en la economía mundial capitalista, las regiones mineras se desvincularon cada vez más de sus regiones tradicionales de abastecimiento (como Cochabamba y Santa Cruz) y crearon mayores dependencias hacia abastecedores externos. Este doble auge—de la plata y luego del estaño— favoreció en primera instancia al departamento de Potosí y por rebote a Chuquisaca, pero luego sobre todo a Oruro y La Paz, donde se incrementó el número de casas comerciales, la cantidad de población —sobre todo de extranjeros— y el movimiento económico, por supuesto. Como señala este mismo autor, las mutaciones económicas se completaron con las políticas que resultaron con la victoria liberal en la Guerra Federal de 1899: La Paz se convirtió en la sede de gobierno de dos de los tres poderes del Estado, de la burocracia y de los ingresos fiscales (Ibíd.).
Por consiguiente, fueron principalmente la minería y sus actividades colaterales —como el ferrocarril destinado a fortalecer el comercio externo— los procesos que afectaron el frágil equilibrio regional boliviano y que desencadenaron las luchas regionales de fines del siglo y de gran parte del siglo XX.
A través de este artículo hemos visto cómo las miradas historiográficas y los intentos por reflexionar sobre el siglo XIX surgieron en momentos clave del espectro político-ideológico boliviano. El recorrido historiográfico muestra, sin embargo, muchas más continuidades que las que uno podría esperar.
En primer lugar, se constata que las lecturas no necesariamente cambian drásticamente entre los distintos períodos. En este sentido, es posible más bien diferenciar dos grandes narrativas interpretativas: la de la época liberal (y previa) y la del período postguerra del Chaco que condujo al nacionalismo, que se prolongó hasta hoy aunque en una matriz indianista. Es decir que la interpretación nacionalista, basada en la diferenciación entre la nación y la antinación, ha constituido —y podríamos decir que constituye— el eje a partir del cual se juzga el pasado. La nación significa la inclusión de los grupos populares, la economía nacional y no liberal, mientras que la antinación se asocia a políticas elitistas, capitales extranjeros y el saqueo de los recursos naturales. Este mismo eje interpretativo puede encontrarse en las lecturas más contemporáneas aunque ya no se hable en términos de nación/antinación. El énfasis se coloca hoy en la inclusión o no de los grupos indígenas y, a partir de este criterio, se valora la actuación de gobiernos, actores y dinámicas políticas. El binomio nación/antinación puede también traducirse en mayor o menor Estado asociado a políticas nacionalizadoras o a políticas más liberales y de privatización.
En segundo lugar, y en relación con los cortes cronológicos establecidos, se puede ver también una continuidad. Así, aunque sabemos desde Braudel que la economía y la política pueden tener ritmos y tiempos diversos (tiempos estructurales, tiempos más lentos o más rápidos), y es posible incluso tener distintas cronologías de acuerdo con el aspecto que se analice, es interesante constatar que la historiografía boliviana de todo el siglo XX ha diferenciado en el siglo XIX dos períodos: de 1825 a 1880 y de 1880 hacia adelante, basándose en gran parte en los cambios de política económica que se iniciaron y en la recuperación empezada a partir de la explotación de la plata, pero también en el antes y después que significó la Guerra del Pacífico y, sobre todo, el comienzo de una etapa de crítica al caudillismo previo realizado por las élites y la oligarquía de la época. Los cortes entre economía y política, por tanto, coinciden. Un desafío pendiente es, sin embargo, pensar en las continuidades políticas entre uno y otro período: en términos políticos, por ejemplo, en la vigencia del propio caudillismo en diferentes momentos históricos. Finalmente, la importancia que adquieren el regionalismo y los lenguajes políticos con los que se reviste en diferentes momentos políticos hacen pensar en un eje problemático que aparece y reaparece, y que indudablemente necesita también un mayor análisis.
1 Otro denominativo para los mestizos.
2 Según estos autores, a esta primera generación de caudillos pertenecieron Andrés de Santa Cruz (1829-1839), creador de la Confederación Perú-Boliviana, José María Pérez de Urdininea (1828), José Miguel de Velasco (1828) y José Ballivián, héroe de Ingavi (1841-1847).
3 De la segunda generación de caudillos formaron parte Manuel Isidoro Belzu (1848-1855), Jorge Córdova (1855-1857), José María de Achá (1861-1864), Mariano Melgarejo (1864-1871) y Agustín Morales (1871-1872).
4 El concepto de revolución utilizado en aquella época no significa un cambio fundamental de la estructura y de la organización política del país. El término implicaba un simple “golpe de Estado” o un intento de golpe; de las 122 “revoluciones”, sólo 47 resultaron exitosas.
5 Barragán (2008, 229) opone los conceptos de hegemonía y de “ejemonía”, en el que el primero se refiere a la hegemonía poblacional y política de una región o ciudad y el segundo evoca el predominio de amplios espacios y regiones.
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Fecha
de recibido: 15
de mayo de 2015
Fecha
de aceptado: 8
de julio de 2015
Fecha
de publicado: 1
de diciembre de 2015
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