ARTÍCULOS/ARTICLES
Martin Biersack
Ludwig-Maximilians-Universität
München
martin_biersack@yahoo.de
Alemania
Cita sugerida: Biersack, M. (2015). Los franceses en el virreinato del Río de la Plata. Anuario del Instituto de Historia Argentina, (15). Recuperado a partir de: http://www.anuarioiha.fahce.unlp.edu.ar/article/view/IHAn15a09
Resumen
El
objetivo del presente artículo es estudiar a los franceses en
el Virreinato del Río de la Plata desde la óptica de
las autoridades coloniales. Se analiza la documentación del
gobierno superior, del Cabildo y de la justicia para deducir quiénes
eran y cómo fueron vistos y tratados los franceses por los
vecinos y por las instituciones coloniales. Hasta al comienzo de la
Revolución Francesa la imagen de aquellos era sobre todo,
positiva y casi no se conservan en el archivo colonial registros
sobre conflictos causados por este grupo en el virreinato. Con la
Revolución, no obstante, los franceses se convirtieron en
sospechosos y fueron objetivo de medidas de vigilancia, castigo y
expulsión.
Palabras claves: Régimen migratorio; Buenos Aires; Extranjeros; Franceses; virreinato del Río de la Plata
The French in the Viceroyalty of the Río de la Plata
Abstract
The aim
of this paper is to study the French in the Viceroyalty of the Río
de la Plata from the perspective of the colonial authorities.
Documentation is analyzed from the superior government, the Cabildo,
and justice courts to deduce how the French were seen and treated by
their neighbours and the colonial institutions: until the beginning
of the French Revolution the image of the French was, mainly,
positive. There are nearly no conflicts conserved in the colonial
archives caused by this group in the Viceroyalty. With the
Revolution, however, the French converted in suspects and targets of
surveillance, punishment and expulsion.
Keywords: Migration Regime; Buenos Aires; Foreigners; French; Viceroyalty of the Río de la Plata
Los franceses en la América española han despertado considerable interés por parte de la historiografía. Eso se debe en parte al aumento de su presencia en América durante el siglo XVIII. Aunque las Leyes de Indias interdecían a cualquier europeo no-español la residencia en los dominios de España en América, la situación política durante el siglo XVIII favoreció el asentamiento de los franceses. Con el cambio dinástico en España y el acercamiento de la casa de Burbón a Francia estos recibieron algunos privilegios como el asiento de negros concedido a la Compañía de Guinea lo que conllevó a una mayor presencia de mercaderes franceses en los puertos americanos. El Tercer Pacto de Familia entre las dos coronas (1771) fijó que se trataría a los súbditos de la nación amiga “en los países que ambos dominan, como los propios naturales”. Aunque estaba limitado a Europa los franceses podían esperar un trato privilegiado frente a otras naciones (Cantilo, 1843: 468-473).1 Eso se tradujo en una mayor facilidad con la que los franceses, en comparación con otras naciones, podían conseguir una carta de naturaleza que habilitaba para la residencia y el comercio en y con las Indias. Los franceses eran, contando con 33 naturalizaciones entre 1750-1792, la nación que recibió el mayor número de concesiones (32%) (Morales, 1980: 299-301).
En 1783, siguiendo las pautas de colonización y poblamiento ilustrados, la Corona se propuso convocar a colonos católicos para aumentar la escasa población de la isla Trinidad (Newson, 1979). De este modo Trinidad se convirtió en el primer territorio español de América que, por voluntad del gobierno abrió sus puertas a los extranjeros. La mayoría de los colonos que poblaron la isla eran de origen frances, y hacia finales de la centuria ya se habían convertido en la mayoría de la población de la isla teniendo en sus manos el poder político y económico de la misma (Sevilla Soler, 1988:194). Otros franceses que llegaron a América con el consentimiento de la Corona fueron altos funcionarios u oficiales al servicio del rey, por ejemplo los virreyes de México, Charles François de Croix, y del Perú, Theodor de Croix, o el oficial y posteriormente virrey del Río de la Plata, Santiago de Liniers. El Intendente de San Salvador fue entre 1789 y1791 el Barón de Carondelet, quien más tarde fue gobernador de Luisiana, y, finalmente, presidente de la Audiencia de Quito. Si la alianza franco-española en el siglo XVIII daba un marco favorable para la migración francesa a la América española, fue la compra de Luisiana en 1764 por España lo que convirtió a miles de franceses en naturales del reino de España que ahora legalmente podían dispersarse por los territorios americanos (Nunn, 1979:115). Cuando España tomó posesión de las Malvinas (Falklands) en 1766 los colonos franceses que vivían en las islas recibieron, al igual que los habitantes de la Luisiana, la posibilidad de convertirse en vasallos del rey de España y quedarse si así lo querían.2 El número de franceses en Malvinas, no obstante, no era grande, ya que en 1767 se contaron allí solamente 37 franceses, niños incluidos.3
A pesar de la importancia de los franceses para la transferencia cultural en el siglo XVIII faltan hasta ahora trabajos sistemáticos que se hubieran ocupados de esta cuestión. Los franceses tuvieron una parte muy activa en la introducción de la libre masonería en América (Houdaille, 1956; Ferrer Benimeli, 1973:36 ) y, según la Inquisición de México, también en la de libros prohibidos (Nunn, 1979:40). Los franceses fueron además los principales impulsores del consumo del café y con este establecieron nuevos hábitos y nuevas formas de sociabilidad en las casas en que se servía (Sánchez Rodríguez, 2005). Mejor investigado se encuentra el papel de los galos durante la Revolución francesa en América. Sobre este tema existe una variedad de estudios que se han centrado, sobre todo, en la vigilancia y en la persecución de los franceses por parte de las autoridades (Rosas Lauro, 2006; Debien, 1954; Yacou, 2004; Enríquez Macías, 1990; Langue, 1989; Pérotin-Dumon, 1988; Sanz Tapia, 1987; Gaspar, 1997; Fiehrer, 1977).
A pesar del interés que despertó en la historiografía la presencia francesa en los virreinatos del Perú (Riviale, 2008), de México, así como en Centroamérica (Belaubre, 2012) y en el Caribe, no existe hasta ahora un estudio específico que tenga por objetivo analizar la presencia francesa en las provincias del Río de la Plata. El presente artículo tiene el propósito de colmar en algo esta laguna. Se basa en gran parte en la documentación de las autoridades coloniales – Gobierno superior, Cabildo, Audiencia – por lo tanto es una vista parcial, centrada mayormente en casos que expresaron algún grado de conflictividad. La misma surgio toda vez que los extranjeros perturbaron la quietud, la paz interna de la sociedad, por ejemplo por la competencia que ejercían a los comerciantes u oficios locales. Las pujas también surgieron cuando los extranjeros se convirtieron en una amenaza para la seguridad del “Estado” debido a su pertenencia a una nación que se hallaba en guerra con la propia, o por su posible involucramiento en una conspiración política.4
Este artículo, no obstante, no se propone como un estudio exhaustivo de los franceses en tanto grupo social, un trabajo que sí han realizado Emir Reitano y Marcela Tejerina sobre los portugueses en el Buenos Aires colonial. Dichos autores, mediante el empleo de otras fuentes como las eclesiásticas (parroquias, hermandades), las comerciales (Consulado), o las jurídicas (sucesiones, inventarios de bienes, testamentos) han reconstruido los lazos de parentesco y/o relaciones económicas con las familias locales y las pautas de su vida cotidiana, como son la religiosidad, las costumbres y la cultura, de la población lusitana en el Río de la Plata (Reitano, 2010; Tejerina, 2004). Mediante este procedimiento nos han brindado indicadores acerca de su integración en la sociedad local, su asimilación a la cultura dominante, o en torno a diversos procesos de segregación. El propósito del presente artículo, no obstante, es otro: ofrecer una visión de los franceses en el Río de la Plata colonial a partir del modo en que fueron percibidos por las autoridades y por los vecinos rioplatenses.
Resulta imposible obtener números absolutos en torno a la presencia francesa en la América española lo que forma parte de la naturaleza misma de los inmigrantes cuya presencia era ilegal y por lo tanto buscaban evadir el registro. Las autoridades coloniales españolas, sin embargo, estaban ansiosas de averiguar cuantos extranjeros residían en las ciudades y en la campaña en las posesiones de ultramar. Por eso, de tiempo en tiempo, llevaron a cabo registros, en los que tomaron nota del origen, estado civil, ocupación y lugar de residencia de los extranjeros. Sin embargo, los datos obtenidos representan sólo una aproximación a la presencia de los extranjeros en las colonias, ya que la cifra real era sin lugar a dudas bastante superior a los que se presentaron para registrarse. No obstante, los registros resultan útiles para reflejar la distribución porcentual de las distintas nacionalidades en la sociedad colonial y la evolución del flujo migratorio.
Los franceses eran numéricamente, junto con los italianos y después de los portugueses, la segunda nacionalidad extranjera más grande en los dominios coloniales españoles. Eran además, probablemente el grupo de extranjeros que más creció a lo largo del siglo XVIII en valor porcentual. En México, durante la primera mitad del siglo XVIII, 17,42% de los extranjeros empadronados fueron franceses, siendo el segundo grupo más representado en México detrás de los portugueses. En la segunda mitad del siglo, la proporción de franceses se elevó al 32,67%.5 Respecto al Perú, no se conocen registros de extranjeros que brinden cifras precisas. Un pleito del año 1776 nos otorga un valor aproximado, en él las autoridades citaron como testigos a algunos de los 163 extranjeros que se hallaban registrados en Lima. De ellos, 31 eran el franceses (19%) (Campbell, 1972:153-157). Cuando en 1750 se mandó por bando a todos los extranjeros que vivían en Cartagena que se registraran, se presentaron un total de 55 personas, 14 de las cuales reconocían un origen francés (25%) (Vila Vilar, 1979).
En Buenos Aires, el conjunto francés es el tercero en proporción a su número detrás de los portugueses y los italianos. En 1744 de un total de 68 personas registradas en el censo se hallaron nueve franceses (13,2%) (Reitano, 2010:116). En 1771 se contaban ya 66 franceses de un total de 577 extranjeros registrados (11,4%)6 y en 1809, 59 galos sobre un total de 376 extranjeros (15,6%) (Reitano, 2010:116-117). Así como el número total de extranjeros en Buenos Aires a fines del siglo XVIII debía haber sido significativamente mayor – Emir Reitano supone una proporción de 8,5% extranjeros sobre un total de 45.000 habitantes – es probable que el número de franceses también fuera mayor que el reflejado en los padrones.
Respecto a la integración social de los franceses solamente se puede especular. Probablemente su número no fue lo suficiente considerable para permitir que se produjera algún tipo de segregación. Por otra parte, y como se puede deducir de los padrones de extranjeros, casi exclusivamente llegaron hombres franceses al Río de la Plata que, si se casaron, lo hicieron con mujeres españolas con lo que se insertaron a partir de lazos familiares en la sociedad local. Los hijos de padres franceses o matrimonios mixtos nacidos en América fueron considerados en los padrones automáticamente como naturales. Con estas pautas matrimoniales y la facilidad de la naturalización de los hijos de los extranjeros cabe suponer que la integración social de los franceses funcionó, por lo menos a largo plazo. No obstante se puede observar que los franceses en Buenos Aires fueron, según Emir Reitano, el único grupo de extranjeros a partir del cual es posible observar una cierta concentración al interior de un barrio. En 1804 de los 54 franceses registrados 18 (33%) se encontraron en el cuartel número 13 (Reitano, 2012:65). Tres años más tarde la cantidad de franceses había bajado a 35. De estos 7 franceses vivían en el cuartel 13 (20%), mientras que 10 se hallaron en el barrio número 2 (28%), y 11 en el barrio número 3 (31%), los dos últimos barrios conjuntos al norte de la plaza mayor.7
En las provincias pertenecientes al interior del virreinato del Río de la Plata se observan ciertas diferencias en cuanto a la presencia francesa en comparación con la capital. De los datos obtenidos por los padrones se puede deducir que los franceses se concentraron en las grandes ciudades portuarias, como Buenos Aires y Montevideo, mientras que en las provincias del interior su número fue muy reducido.8 A pesar de eso, entre los comerciantes, los franceses parecen haber sido pocos. En el año 1749, cuando los mercaderes españoles de Buenos Aires exigieron al gobernador la expulsión de todos los mercaderes extranjeros, la lista incluía 41 comerciantes de los cuales solo dos eran de origen galo.9 En los registros de 1771 y en los efectuados entre 1804 y 1810 también aparecen algunos comerciantes franceses, pero su número, en comparación con los comerciantes portugueses e ingleses, era poco significativo. En 1804, por ejemplo, se registraron solamente tres comerciantes de dicho origen (Reitano, 2012:165).
La gran mayoría de los franceses empadronados se dedicó a algún oficio.10 Su modo de ganarse la vida dependía, por lo tanto, fuertemente de la vida urbana y de la demanda de productos o servicios, sobre todo aquellos relacionados con la moda y los gustos de estilo francés tales como barbero, sastre, peluquero, relojero, platero, sombrero, cocinero o panadero. Eso explica la escasa presencia de los franceses en las provincias del interior, donde la mayoría de los extranjeros – sobre todo portugueses – se desempeñaban como labradores o estancieros. En los padrones consta también la presencia de algunos médicos y cirujanos franceses,11 mientras que no hay mención respecto a cargos militares. No obstante, pareciera que si había soldados y oficiales franceses, ya que cuando en 1809 se volvieron sospechosos ante los ojos de las autoridades debido a la guerra contra Napoleón, el virrey ordenó que fueran apartados del servicio activo y remitidos a España.12
Un caso particular es el de Carlos Blo de Biosette, oriundo de las cercanías de París, quien junto con su compañero – también francés – Juan Barbarín fabricó maquetas de vela y cebo. Había llegado con Santiago de Liniers a Buenos Aires donde habían obtenido un permiso real para montar una fábrica de pastillas de substancias. Como esta había cesado de funcionar Carlos José Bloud se dedicaba en 1807 a la fabricación de maquetas.13 Otra particularidad de los migrantes franceses es que se hallaron en 1804 dos maestros de primera instrucción (Reitano, 2012: 65). Parece que algunos vecinos de Buenos Aires querían dar a sus hijos clases de francés de mano de profesores nativos.
En el padrón bonaerense de 1807 aparecían algunos franceses dedicados a las profesiones del café o la confitería.14 Uno de estos, Charles Fornier, luego se marchó para Lima, donde en los años ochenta del siglo XVIII llegó a arrendar varios locales donde se servía café (Sánchez Rodríguez, 2005:456-458). La mayoría de las fondas, confiterías y casas de café extranjeros en Buenos Aires, no obstante, no estaba en manos de los franceses sino en la de los italianos o portugueses. Con esto la situación en Buenos Aires difiere de la de Lima, donde bodegones, fondas y cafés se percibía como un dominio exclusivo de italianos y franceses (Campbell, 1972:157). El mayor peso de los inmigrantes franceses en Buenos Aires se percibía en otro oficio: el de los panaderos. Debido a las innovaciones que implico su intervención en dicho oficio como a la competencia que hacían a los pequeños comercios locales en dicho rubro, por primera vez se convirtieron en objeto de medidas regulatorias por parte de las autoridades coloniales de Buenos Aires.
En la mayoría de los casos la presencia ilegal de los extranjeros fue tolerada tanto por los vecinos como por el gobierno. La cuestión de la naturaleza, es decir, si una persona era nacida en los territorios del rey de España o no, no tuvo ninguna relevancia para la vida cotidiana. Solamente en determinados casos que desataron conflictos, ya fueran debidos a una crisis política regional o internacional o a la competencia económica, la cuestión de si alguien era extranjero, y de dónde cobraba importancia y podía ser fundamental para decidir sobre su permanencia en América (Herzog, 2011:23). Es, por lo tanto, en casos de conflicto, donde también los franceses llamaron la atención de las autoridades en el Buenos Aires del siglo XVIII.
En 1761 por primera vez los franceses se convirtieron directamente en el objetivo de una protesta por parte del Cabildo – o mejor dicho, no los franceses, sino un producto suyo: el pan francés. Parece que los franceses tenían un especial conocimiento en la fabricación del pan. El panadero francés Pedro Godonet, por ejemplo, obtuvo una licencia real especial para fabricar pan en México según una fórmula que el mismo había inventado (Houdaille, 1956:7).
Las innovaciones tecnológicas y económicas, sumado a la construcción de grandes hornos y a la compra de la materia prima al por mayor, les daba una ventaja notable a los grandes panaderos, ya que podían vender pan más barato y de mejor calidad. Como no les era posible a los pequeños productores competir con ellos sin el capital y el conocimiento necesarios, los grandes panaderos dominaron el mercado (Johnson, 1980:141). Ante el peligro de que se aprovecharan de su situación ventajosa los Cabildos americanos exigían medidas regulatorias. En el enfrentamiento del Cabildo de Lima con los panaderos se llegó a un compromiso, ya que los panaderos que fabricaban pan francés tenían que pagar anualmente 1000 pesos para obras públicas. Además se prescibía en 1787 que solo podía haber 40 panaderías en la ciudad (Quiroz, 2008: 181 y 225.).15
En Buenos Aires fue el procurador del cabildo, Francisco Cabrera quien atacó en 1761 a los panaderos franceses por la competencia que ejercían frente a los pequeños productores:
"esta ganacia que en cualesquiera otros efectos escandalece, y no podría menos que executar la autoridad de los magistrados a su mas pronto reparo, sube de punto cuando de práctica con los que se llaman géneros de abasto, y principalmente con aquellos que son como el pan indispensablemente necesario para mantener la vida. [...] El remedio mas prompto, y al mismo tiempo mas eficaz que se descubre contra este daño publico, es que pues los panaderos que fabrican esta especie de pan francés, son por lo común extranjeros, se mande dar cumplimiento a las leyes municipales [...]".16
El procurador habló de la “tiranía de los panaderos” en particular y de la avaricia de los extranjeros en general, y exigió que cerraran sus tiendas y se los echara de la ciudad, dando así otra vez una oportunidad a los naturales para hacer y/o mantener sus ganancias.17
Aunque las autoridades no hablaron directamente de panaderos franceses, cabe concluir que al referirse a los extranjeros pensaron sobre todo en los miembros de aquella nación. En el padrón de extranjeros de 1771 de los 34 franceses residentes en Buenos Aires doce eran panaderos, y en Montevideo lo fueron tres de los ocho franceses registrados, así que en ambas ciudades más de un tercio de los franceses registrados producían pan.18 Parece, por lo tanto, que debía haber sido fácil relacionar a los franceses con el oficio del panadero, y, viceversa, los panaderos extranjeros con los franceses.
El Cabildo de Buenos Aires, a diferencia del de Lima en 1787, no se conformó en 1761 con una contribución muneraria. Respaldó la petición de su procurador y pidió al gobernador Pedro de Cevallos la expulsión de los extranjeros y el cierre de todas las panaderías, tanto de las que hacían pan francés como de las otras, así se hallaran en manos de extranjeros o de naturales.19 El gobernador, no obstante, reaccionó de un modo más moderado, determinando que solo cerraran las panaderías que estuvieran en manos de extranjeros. A los panaderos españoles que eran vecinos se les permitía amasar una fanega de pan para vender. No se acordó una expulsión general de los extranjeros.20A pesar de ser más mesurada la medida adoptada por el gobernador no se cumplió al pie de la letra, ya que en 1771 el Cabildo reclamó de nuevo que la construcción de grandes panaderías había causado una subida de precios y la pérdida de calidad del pan. Como consecuencia pedían al gobernador la destrucción de los hornos y la expulsión a los panaderos extranjeros (Johnson, 1980:140-141). Quizá debido a que la situación de los panaderos extranjeros se dificultó a partir de las protestas del Cabildo algunos de ellos decidieron abandonar Buenos Aires. Consta que en enero de 1772 dos panaderos franceses llegaron a Santa Fe donde solicitaron permiso para establecer una panadería. En el Cabildo se discutía si era útil la producción del pan en grandes panaderías, o si en cambio representaba un perjuicio para el bien común por la competencia que los panaderos extranjeros causaban a los productores locales. Como el Cabildo no llegó a una opinión unánime al respecto se pasó el expediente al gobernador.21
El problema de los panaderos también persistía en Buenos Aires. El 21 de enero de 1774 el procurador renovó sus reclamos contra los panaderos extranjeros – no hacía referencia a panaderos locales en esta protesta – alegando que, como las medidas regulatorias anteriores no habían tenido efecto, los extranjeros seguían con el ejercicio de sus panaderías, y en vez de que abandonaran este oficio “se han introducido otros, abrigados del favor que en personas poderosas logran”. Temía que los extranjeros se aprovecharan de su situación dominante y subieran los precios una vez desaparecidos sus competidores. El Cabildo pasó el expediente del procurador al gobernador Juan José de Vértiz quién, al final, publicó un bando que esta vez sí ordenaba a todos los panaderos extranjeros abandonar la ciudad. Los panaderos españoles podían, si querían, quedarse y buscarse otra ocupación.22 No pudo tener mucho efecto el bando del gobernador, ya que un año y medio más tarde el Cabildo renovó su protesta contra los extranjeros,
"que empleados en todos los mecanismos principalmente en el de panaderías se llevan y reportan todas las utilidades y ganancias quitando absolutamente todos los advitrios de vivir a muchas pobres familias a quienes por su causa ha reducido la pobreza a la mayor indigencia y miseria; siguiéndose al mismo tiempo de ella muchísimas ofensas a Dios".23
Hay algo contradictorio en la actuación del Cabildo contra los panaderos. La fabricación de pan en gran cantidad con hornos modernos no condujo a una subida de los precios ni a una bajada de la calidad del pan, sino todo el contrario. Lo que realmente aumentó los precios para el pan no fue la actitud de los panaderos que se aprovecharon de su posición en el mercado, sino factores coyunturales. En Buenos Aires se exportaba trigo, con lo que el mercado del cereal en la ciudad no solamente se correspondía con el factor de las cosechas, sino con la fluctuación del mercado internacional. Una alta demanda de trigo en otras regiones tuvo repercusiones en Buenos Aries, donde consecuentemente subieron los precios, ya que, para los comerciantes era más rentable exportar que vender en la misma ciudad (Cuesta, 2009:169).24 Parece poco probable que el procurador y el Cabildo ignoraran esta verdadera causa para la subida de los precios del pan y del trigo.25 Recordemos que el Cabildo estaba dominado por grandes comerciantes de entre los cuales, quizá, no pocos supieron aprovechar los altos precios del trigo. Era conveniente para ellos echar la culpa a los panaderos, y sobre todo a los extranjeros sin arraigo en la ciudad, para calmar la indignación desatada por los altos precios del pan en la población. Regular la exportación del trigo – algo que probablemente hubiera influido mucho más en una bajada de los precios del pan – no les interesaba mucho, ya que se contradecía con sus intereses comerciales.26
En el caso de los panaderos extranjeros el conflicto había surgido por la competencia que ejercían hacia los pequeños productores locales, así como por la subida de los precios del pan. Ambos factores pusieron en peligro la quietud y la paz social en la ciudad, de modo que el Cabildo y los comerciantes locales intentaron calmar la preocupación de la población con la presentación de culpables concretos: los panaderos extranjeros, y un remedio fácil y bien visible: la destrucción de los hornos y su expulsión. Una vez superada la mala coyuntura, cuando los precios volvieron a bajar, también desapareció cualquier impulso por cerrar las panaderías o echar a sus dueños. Así que y a pesar de las repetidas protestas por parte del Cabildo las panaderías siguieron creciendo (Johnson, 1980:158-159) y los panaderos franceses se mantuvieron en la ciudad.27
La suerte de ser denunciado pendía sobre cualquier extranjero que se dedicara al comercio. Fácilmente podían provocar la envidia de algún competidor local para que este los denunciara, exigiendo que, por su doble condición de extranjero y comerciante, fuera desterrado de América y, posiblemente, perdiese sus bienes. La protección más eficaz para un extranjero frente a las denuncias contra sus actividades mercantiles era obtener una carta de naturaleza. No obstante la misma era muy costosa, y en la gran mayoría de los casos, si el extranjero no llamaba la atención de sus competidores, la misma no era necesaria. Solamente para los grandes comerciantes resultaba aconsejable legalizar su presencia, ya que se veían muy expuestos al interior de la sociedad (Herzog, 2003:117). Para obtener una carta de naturaleza era imprescindible demostrar la integración en la sociedad local y la lealtad al Rey. Las autoridades coloniales aplicaron criterios que las hacían mensurables: conditio sine qua non era la religión católica, además se requería una prolongada residencia en territorio del rey español, estar casado con una nativa, y la propiedad de bienes raíces. Se consideraba que un extranjero católico que había vivido mucho tiempo en España o en sus posesiones americanas, quien había formado una familia con una mujer española y tenía una casa u otros bienes probablemente era leal a la Corona, bien integrado en el barrio en donde vivía y asimilado a las costumbres locales, por lo tanto, era de esperar que no causara ninguna clase de conflictos, ni con sus vecinos ni para las autoridades (Herzog, 1997:250-251).
¿Pero que sucedía si un extranjero podía demostrar su lealtad a la corona y su servicio al bien común, a pesar de no cumplir con los requisitos necesarios para que su presencia fuera formalmente tolerada? ¿Qué pasaba, si además se dedicaba al comercio, una profesión explícitamente prohibida para extranjeros? Este fue el caso del francés Francisco Gastó, hijo del intendete de Nizza, Jean Louis Gastaud, que había llegado con 22 años en 1777 al Río de la Plata como soldado con la expedición de Cevallos contra Colonia del Sacramento. Luego se había trasladado a Montevideo primero, después a Buenos Aires, y finalmente a Potosí.28 En 1785 fue acusado de comercio ilegal por un español ante la Audiencia de Charcas. Como consecuencia Gastó fue arrestado y sus bienes confiscados. Si bien había solicitado carta de naturaleza, como al momento de la denuncia no disponía de bienes raíces, vivía solamente hacía siete años en América y era soltero, no cumplía con ninguno de los criterios requeridos para obtener la carta. Según las leyes, Gastó debía haber perdido sus bienes y ser expulsado de América. Sorprendentemente contó con defensores muy influyentes que declararon a su favor, alegando su fidelidad y lealtad a los españoles y a la Corona. Según el testimonio de los capitanes Antonio de Ascarrate e Ingnacio Domínguez sirvió en su compañía en Potosí durante el levantamiento de Túpac Amaru. Más tarde fue, según el testimonio del Conde de la Casa Real de la Moneda, capitán de caballería, uno de los primeros en ayudar en la supresión del motín en en La Plata en 1785. Siendo músico de profesión acompañó las misas en la catedral de La Plata, tocando la flauta dulce en el coro, por lo que recibió las extraordinarias gracias del arzobispo de Charcas, José Antonio de San Alberto. Pero no solamente los oficiales del ejercito y el arzobispo, sino hasta el visitador del Virreinato del Perú, Jorge Escobedo, aseguró en un testimonio que no iba a olvidar la rapidez con la que se había ofrecido Gastó para servir cuando estalló la rebelión de Tupac Amaru, participando en diferentes medidas para mantener la seguridad de la población.29
Gastó se defendió contra el peligro de expulsión no solamente con estos testimonios de peso y autoridad, sino que también adujo la utilidad de su profesión. Como era músico y no comerciante se le debería conceder la permanencia en Indias, y eso a pesar de que la música no era considerada un oficio mecánico a cuyos practicantes se la permitía. Al ser parte de las artes liberales la música resultaba igualmente “digno de ser conservado por la utilidad que pueda reportar por sus ejercicios y la integridad y pureza con que observa la religión católica”. Como a su vez se dedicaba tambien a la pintura y al dibujo se consideraba un extranjero útil, y estos siendo además buenos católicos, no debían ser expulsados. Concluyó señalando a la nacionalidad francesa como otra razón para ser tolerado, ya que el tercer pacto de familia entre las Coronas francesas y españolas exigía un trato preferencial de los franceses en los dominios del rey de España.30 Con tantos argumentos de peso y tantas autoridades declarando a su favor, Gastó consiguió convencer a los jueces de la Audiencia, que le libraron de la cárcel y le devolvieron sus bienes. Tenía que esperar en La Plata hasta que llegara la determinación definitiva de su causa de manos del virrey.31
En líneas generales debía haber existido una imagen positiva de los franceses en América, no solamente por la alianza entre las dos Coronas. Los galos ejercían oficios especializados, tenían tiendas o negocios, y no había tantos trabajadores o labradores pobres entre ellos como por ejemplo entre los portugueses. Además, los franceses se vincularon con el atractivo de la cultura de la ilustración. Patricio Colón, lector del Telégrafo mercantil así lo observaba y admiraba a los franceses residentes en Buenos Aires al preguntarse en una carta al editor “¿que educación tiene un peluquero francés que os estará hablando horas y horas de revolución, de guerra, o de bellas y nobles artes, teniéndoos tan embobado y silencioso”.32 Los franceses podían, por lo tanto y como lo había hecho Gastó, exhibir públicamente su nacionalidad y esperar un trato positivo. Los miembros del grupo más grande de extranjeros en el Río de la Plata, los portugueses, en cambio, intentaban diluirla. No solamente eran el vecino con quien había varios conflictos durante el siglo XVIII. Como la mayoría de los portugueses había emigrado por razones económicas, y muchas veces eran muy pobres, ser portugués tenía, sobre todo, una connotación negativa (Reitano, 2012:334). No obstante, la connotación positiva de los franceses pronto recibió un duro revés.
La apreciación de los franceses fue sometida a un desafío radical por los acontecimientos de la Revolución Francesa. Las autoridades coloniales entraron en alerta máxima una vez que se supo que los franceses intentaban difundir el pensamiento revolucionario más allá de sus fronteras. Los franceses residentes en España y América se convirtieron así en posibles portadores de las máximas revolucionarias y agentes al servicio de la Revolución, por lo que cayeron bajo sospecha general. La reacción del Secretario de Estado español, Conde de Floridablanca, se plasmó en la erección de una especie de cordón sanitario para evitar la penetración de las ideas revolucionarias de Francia en España (Jiménez Monteserín, 1984). Estas medidas incluían también a las posesiones españolas en América. Ya el 21 de mayo de 1790 se mandó una circular a los virreyes y a los gobernadores, encargándoles “para que en el distrito de su mando no se introduzcan negros comprados, o prófugos de las Colonias francesas ni otro qualquiera persona de casta que pueda influir en los vasallos de S. M. máximas opuestas a la debida subordinación y vasallaje”.33 En este decreto se mezclaba el antiguo temor de una sublevación de los esclavos con aquel señalado por las ideas de la Revolución francesa.
Con la declaración de guerra de parte del Rey de España contra Francia los galos se convirtieron en enemigos. En 1793 se emitió una Real Cédula por la que se mandaba expulsar a los franceses no-domiciliados de los territorios españoles y embargar sus bienes como represalia por la guerra. Los franceses domiciliados estaban excluidos de tal medida.34 En Buenos Aires se tomaron además medidas contra la diseminación de las ideas revolucionarias. El Virrey Arredondo publicó un bando en el que advertía que “nadie introduzca libros, cartas ni otros escritos sediciosos o impíos, ni apoye directa ni indirectamente de palabra ni por escrito, las ideas de los franceses, ni sus procedimientos en las ocurrencias presentes, que han dado motive a declararles la Guerra […]”. El virrey instó a los vecinos a denunciar a cualquier persona que hiciera propaganda pro-francesa.35
No era fácil para las autoridades coloniales llevar a cabo el encargo de vigilar a los sospechosos y apartar de las colonias a los posibles revolucionarios, dado que no existían instrumentos de vigilancia adecuados. El Conde de Fernán Núñez, embajador español en París había advertido la necesidad de instrumentalizar la Inquisición para tal propósito, ya que aquella disponía de “los medios más eficaces para averiguar sin ruido ni nuevos espías cuanto pasa en el reino” (Anes Alvarez, 1969:146). En México parece que la Inquisición cumplió parcialmente con este encargo y actuó contra los franceses sospechosos. Según el testimonio de Alexander von Humboldt uno de los presos franceses se quitó la vida en el calabozo del Santo Oficio. Pero no solamente la Inquisición mejicana actuó con rigor contra los franceses. El virrey Branciforte ordenó como medida generalizada contra todos los franceses el embargo de sus bienes y su expulsión. El gobierno fue suficientemente riguroso para llevar a cabo tal orden, efectuando la remisión a Cádiz de 78 franceses de un total de 138 registrados en el virreinato mexicano (Langue, 1989).
En el Río de la Plata la presencia de la Inquisición limeña a finales del siglo XVIII fue muy escasa, y en ningún modo hubiera sido capaz el comisario del Santo Oficio de llevar a cabo una vigilancia política. Los alcaldes de barrio, otro instrumento pensado para velar sobre la tranquilidad pública, no funcionó hasta principios del siglo XIX, a pesar de los intentos de varios virreyes de instalarlos en Buenos Aires. No se conoce ningún registro o bando de expulsión generalizada contra los franceses como en México. Parece que en el Río de la Plata no se adoptó tal medida, y que la vigilancia gubernamental – tomando en este punto el bando del virrey al pie de la letra – se centró en la vigilancia vecinal de los franceses revolucionarios y sus simpatizantes mediante denuncias concretas. Le ventaja para tal procedimiento era que los franceses que no llamaban la atención y que vivían de forma tranquila con sus vecinos quedaban libres de persecución. La desventaja era que la denuncia daba lugar a falsas acusaciones para acabar, por ejemplo, con una persona malquerida.
Era un tiempo convulso en Buenos Aires. Hacia finales del siglo XVIII había aumentado notablemente la presencia de esclavos en la ciudad. Cuando llegaron las primeras noticias sobre la revuelta de los esclavos en Santo Domingo, se temía igualmente una sublevación de los esclavos en Buenos Aires. Este temor a un posible levantamiento de los esclavos (Johnson, 2012) se mezcló con el miedo de una sublevación por parte de los simpatizantes de la Revolución Francesa (Johnson, 2013:209-210). De ese temor se hizo eco a finales de 1794 el regente de la Audiencia, Benito de Mata Linares, quien se ofreció al virrey Nicolás de Arredondo como soldado en la lucha contra las “ideas engañosas con que la Francia conmueve las naciones” y le advertía que “el francés siempre será francés, así que no hay que confiar en el, varios se reconocen en los términos de las provincias, todas al mando de V. E.; le deve bastante cuidado esta consideración“. Terminó con un grave aviso para el virrey: “debe recelarse más.36 Arredondo le hizo caso, y cuando llegaron a su oído rumores sobre que algunos franceses estarían comprando municiones para intentar una insurrección, encargó la investigación de estos rumores al Alcalde de primer voto, Martín de Álzaga.37 Este recibió en los siguientes días a varios testigos que denunciaron que los franceses de la ciudad planeaban, juntos con los esclavos, una sublevación para tomar el poder en Buenos Aires. La primera persona que el alcalde arrestó el día 26 de febrero de 1795 fue el comerciante francés Juan Barbarín (alias Juan Pablo Capdepont). Aquel resultaba sospechoso debido a su amistad con un esclavo suyo a quien el también francés Pablo Mayllos enseñó a leer y a escribir. Barbarín, además, había sido síndico de la archicofradía de negros San Benito de Palermo. Ya antes de su arresto había dejado este cargo por miedo de ser relacionado con aquellos y volverse sospechoso de conspiración – prevención que finalmente no le sirvió.38
Otra denuncia previno al alcalde un asunto que parecía mucho más grave: el esclavo José Albariño confesó que el mestizo José Díaz estaba provocando agitación entre los esclavos y les prevenía que el Viernes Santo los franceses de Buenos Aires planeaban una sublevación junto con los esclavos. Este testimonio le bastó a Álzaga para iniciar una investigación muy amplia contra los franceses de Buenos Aires. En este ambiente denso y lleno de temor a una supuesta sublevación aparecieron pasquines, unos a favor de la Revolución Francesa y amenazando directamente a Álzaga y a sus colaboradores, y otros que reclamaban medidas del virrey contra los franceses, advirtiéndole “si los franceses, no apresas en todo tu virreinato, serás el más insensato [...] entre esta indigna nación, teme una sublevación, entre ellos y los esclavos” (Lewin, 1960:16-21).
Algunos franceses tomaron precauciones ante las sospechas generalizadas. El panadero francés Juan Antonio Grimau, para desaparecer cualquier indicio de sospecha que lo relacionara con la Revolución y su pensamiento arrojó al fuego unos libros en francés, entre estos un Voltaire – algo que luego fue denunciado por los peones de su panadería.39 El panadero Luis Dumont ocultó sus bienes ante el miedo de perderlos por un posible embargo, simulando un crédito a nombre de su amigo español Sustaeta por “temor de que echasen a los franceses”.40 La denuncia anónima de un pasquín fidelista, fijado el día tres de marzo, le acusó de celebrar en su casa reuniones subversivas con el francés Juan Antonio Gallardo, los piemonteses Santiago Antonini Salucio y Juan Polovio Cerdeña y el criollo Manuel Sustaeta. Álzaga encarceló a los sospechosos, los interrogó y citó a varios testigos. Uno de estos, el esclavo Pedro, acusó a su amo Luis Dumont de haberle prometido la libertad si la sublevación resultaba a su favor así como de haber dicho que las cosas en la ciudad habían de ser como en Francia (Lewin, 1960:41-43). Álzaga consecuentemente intensificó la investigación de los participantes de las reuniones nocturnas en la casa de Dumont.. Sin embargo, no se hizo pública información alguna sobre la mentada sublevación. Como mucho, algunos testigos recordaron que en estas reuniones se oían cosas disolutas e inapropiadas sobre la guerra. Además, el propio Dumont fue denunciado por haber celebrado la muerte de Luis XVI.41 La pesquisa brindó a Álzaga finalmente una conexión entre Barbarín y Dumont: el francés Pablo Mayllos quien compartía habitación con Antonini participaba en las reuniones de Dumont y fue quien enseñó a escribir al esclavo de Barbarín, Manuel. Por ser profesor de lengua se lo relacionó, finalmente, con la creación de los pasquines (Johnson, 2013:231). La investigación contra los franceses partícipes de las tertulias de Dumont se extendía también a las provincias del interior del virreinato. En Montevideo se procedía contra el peluquero Juan Boriene quien fue encarcelado allí, en Potosí se arrestó a Bernardo Borí.42
Las reuniones en casa de Dumont no fueron el único sitio donde se debatía de manera libre y, por lo visto, favorable acerca de los acontecimientos franceses. Dumont y sus amigos se reunieron también en la quinta de Santiago de Liniers, uno de los franceses más influyentes en la ciudad, hermano del conde Liniers, oficial naval, futuro virrey, y propietario de una fábrica fuera de la ciudad. Álzaga mandó registrar la fábrica de Liniers tres veces, sin encontrar el menor testimonio de una supuesta conspiración. No obstante, mandó arrestar al mayordomo de la fábrica, Carlos José Bloud. Liniers protestó en una carta contra tal procedimiento que el noble francés veía como una falta de respeto, advirtiendo a Álzaga “que ignora el tratamiento que corresponde a un oficial de mi graduación y el conducto por el cual deben dirigir las órdenes” (Ortega, 1947:100-106).
Las causas que Álzaga abrió contra José Díaz, Barbarín, Dumont y sus compañeros no podían demostrar en ningún caso la existencia de una supuesta sublevación – a pesar de la crueldad de Álzaga al aplicar tormentos contra José Díaz y Santiago Antonini. En otra circunstancia las autoridades hubieran tomado el testimonio de un esclavo contra su amo con mayor cautela, y probablemente no hubiera bastado para arrestar a varias personas y mucho menos para torturarlas. Álzaga aprovechó para su desmesurado procedimiento un vacío de poder que la dimisión del antiguo virrey Arredondo y la instalación de su sucesor Melo de Portugal en marzo de 1795 había causado. Se le presentó al nuevo virrey una situación peligrosa con una pesquisa ya en marcha y encargada por su antecesor. Finalmente fue la propia investigación de Álzaga que – ante la normal perturbación de la población por las noticias que llegaban a Buenos Aires sobre los acontecimientos en Francia y en Santo Domingo –agravó la situación, provocando una cadena de falsos testimonios, pasquines, rumores y miedos.
La defensa optó por atacar directamente a los magistrados debido a las medidas desmesuradas que habían tomado, únicamente en función de unos pocos rumores y de unos testigos de dudosa credibilidad. Pedro de Medrano, defensor de Antonini, preguntó que si “¿acaso hubiera sido ésta la primera vez que un rumor popular, una voz baja ha sido bastante para causar daños tan notables?” (Ortega, 1947:208). El valor de las denuncias fue cuestionado también por Tomás Antonio Valle, defensor de Bloud y Despland:
"Si cuando en el acto de las confesiones se preguntaba y se hacía cargo a los presos, para que expresasen los autores y cómplices de la sedición, se le hubiese a alguno antojado nombrar a un vecino de honor y acendrada reputación, diciendo que era cómplice, ¿qué se hubiese hecho en este caso? El negocio era privilegiado y de excepción y hubiese sido preciso proceder a la prisión de su persona y embargo de sus bienes. Que consecuencias tan fatales [...]".43
Bastaba la apariencia francesa para ser sospechoso y por ende, correr peligro. Cuando los denunciados no eran vecinos de honor como Liniers, fueron acusados y encarcelados mientras que al noble francés su rango lo libró de cualquier sospecha. Francisco Bruno de Rivanola, defensor de Mayllos, señaló directamente a los prejuicios contra “los franceses por el solo hecho de serlo” como verdadero motivo para su acusación. Apuntó al fiscal a quién habían bastado las sospechas generalizadas y los prejuicios antifranceses para comprobar la acusación contra Mayllos por – según decía el fiscal – “unos convencimientos tan claros, de suerte de ser francés el reo, libertino y dado al ocio como resulta, forman una prueba capaz para reputarlo por verdadero autor de dichos pasquines” (Ortega, 1947:125-129 y 213). Al sardo Polovio bastaba – como el mismo reconoció – que “fuese conceptuándolo francés” para que también fuera acusado.44
No obstante, como las acusaciones no tenían fundamento alguno, los sospechosos no podían ser condenados por un supuesto intento de sublevación. En la sentencia final de la Audiencia, los extranjeros fueron condenados a la expulsión y la confiscación de bienes, pero no por los resultados de la investigación de Álzaga, sino por el simple hecho de que su presencia en América no estaba amparada por las leyes. Solo el criollo José Díaz tuvo menos suerte. Fue condenado a diez años de presidio en Malvinas por el escándalo que habían causado muchas de sus manifestaciones antes de ser detenido. A los demás criollos se los dejaba en libertad (Johnson, 2013: 235). Las autoridades, sin saberlo, habían cumplido con su procedimiento contra los franceses de antemano a la Real orden del 22 de mayo de 1795 que llegó a Buenos Aires a finales de aquel año. Allí se exigían explícitamente medidas estrictas contra todos los franceses en América, encargando a las autoridades a enviar a “los franceses [...] que pueden en cualquier modo ser sospechosos, o perjudiciales en el actual estado de las cosas” a España, y “que solo se toleren aquellos franceses, que por las averiguaciones – hechas, y las que incesantemente deben hacerse de la conducta de estos, y aún de todo extranjero sin domicilio, o con el conforme a las leyes – resulten de buena opinión, y fama”, concibiendo así mismo a los vecinos como “el principal resorte para arrojarlos [franceses sediciosos] de esos dominios” encargándolos de velar por el buen orden de las cosas y denunciar cualquier francés sospechoso.45
Con tantas denuncias y rumores falsos que habían perturbado al máximo a la población a principios de 1795 sin que se hubiera dado con el más minimo indicio de la peligrosidad de los franceses, es comprensible que las autoridades coloniales, cuando finalmente la Real orden del 22 de mayo llegó a Buenos Aires, hicieran caso omiso a esta nueva orden de pesquisa.46 Ante los resultados de la pesquisa de Álzaga en la que se había demostrado que los franceses asentados en la ciudad-puerto no eran sospechosos no parecía necesaria. Además, con la paz de Basilea y la alianza de España y Francia, los franceses se convirtieron otra vez en aliados. Este hecho también favoreció a los supuestos conspiradores en Buenos Aires, de los cuales en 1796 todavía se hallaban diez en la cárcel, probablemente para ser deportados bajo partida de registro. A su favor intervino el embajador francés en España ante el Príncipe de la Paz.47 Fueron puestos en libertad, y, como ya no había necesidad de mandarlos a España, la Audiencia no tomó ninguna medida para expulsarlos.
La alianza de España con Francia tuvo también repercusiones para los franceses en el Río de la Plata. Su situación se normalizó y por unos diez años dejaron de llamar la atención de las autoridades coloniales. De hecho, en 1807 y a raíz de las invasiones inglesas, Santiago de Liniers – de origen frances – se convirtió en virrey del Río de la Plata. Este hecho se convirtió en un problema grave cuando en 1808 Napoleón invadió España forzando al monarca a abdicar la Corona. Ahora los franceses no solo se convirtieron nuevamente en enemigos, sino que además resultaron sospechosos porque Napoleón buscaba el apoyo para su hermano José como nuevo Rey de España también entre los americanos. El Cabildo aprovechó esta circunstancia para atacar al virrey francés por su origen y la supuesta benevolencia que estaba mostrando en Buenos Aires con los franceses para hacerle sospechoso ante el gobierno en España. Pero no fue su ascendencia francesa lo que realmente preocupó al Cabildo. Más bien se trató de un conflicto estructural de tensiones por cuestiones de competencia entre el mayor representante real y el representante de los vecinos (Valle, 2014:237-249 y 272-277) A esta se sumó la aversión personal entre Liniers y el hombre fuerte del Cabildo, Álzaga.48
En 1808, en su intento de deslegitimar a Liniers ante las autoridades en España, el Cabildo recurrió a viejos tópicos anti-franceses que se habían reforzado durante la Revolución francesa: ateísmo y amoralidad que se concebían como innatos en los franceses.49 Consecuentemente a Liniers se le atribuyó un “aborrecible origen”. Pero hacían falta pruebas para condenar su supuesta amoralidad, falta de convicción religiosa y “ligereza propia de su carácter nacional”.50 Estas se mostraban en su “escandalosa conducta [que] no puede menos que chocar a los ojos de un pueblo que se aprecia de ser cathólico, y que participa en el más alto grado de aquella general aversión contra los franceses”.51 En concreto: su relación amorosa que mantenía con la francesa Ana Perichon de O’Gorman, la cual, según sus críticos, recibía muchos favores por parte de Liniers y se había convertido en “árbitra de todo el gobierno”.52 La conducta política de Liniers también recibió muchas críticas. Los comerciantes del Cabildo estaban convencidos de que él y sus adictos extranjeros eran los principales impulsores – y beneficiados – del contrabando con Brasil.53
Contra los intentos por parte del Cabildo por desprestigiar a los franceses y con ellos al virrey, Liniers lamentó la “desgracia de haber nacido francés”, siendo su corazón español.54 Apeló en septiembre de 1808 por bando a la generosidad y humanidad del pueblo, advirtiendo que los franceses que se mostraban fieles a la nación española y a la monarquía, y que eran vecinos con arraigo no deberían ser molestados, sino protegidos.55 No solamente Liniers apeló al pueblo. El 1 de enero, cuando el Cabildo estaba reunido para realizar las elecciones concejiles, exigía la renuncia de Liniers y la formación de una junta (Fradkin y Garavaglia, 2009:213-214). Para crear un ambiente antifrancés y aumentar la presión sobre Liniers utilizaron la concentración de gente delante de la Casa del Cabildo que – según un informe del Cabildo – “prorrumpían en denuestos e improperios contra los franceses, pidiendo unos la aprehensión y otros la cabeza de cuantos de esta nación, y con el distintivo de oficiales y toda clase de ocupaciones públicas se hallaban en esta capital”.56 Gritaron que no querían ser gobernados por un francés “cuya conducta le era sospechosa, y su origen aborrecible a todo buen español“. Exigían un jefe “sin la nota de extranjero“.57
El Cabildo instrumentalizó esta presión popular para promover la destitución de Liniers. Contaron, además, con la ayuda de las milicias peninsulares. En su contra y a favor de Liniers se hallaron las milicias criollas, ante todo Cornelio Saavedra, comandante de los Patricios quien inclinó la balanza a favor de Liniers.58 Derrotado el Cabildo y desterrado sus principales líderes, el Cabildo pretendió en los meses siguientes atacar a Liniers con memoriales y expedientes que fueron mandados a España, en los cuales pusieron en duda la moralidad y la fidelidad del virrey. Una crítica apuntaba al clientelismo ejercido por Liniers quien había nombrado oficiales que el Cabildo acusó de ser ladrones, bigamos, gente sin principios, y – franceses!59 Ser francés se convirtió así a los ojos del Cabildo en un acto criminal, o por lo menos en un hecho que hacía de la persona que lo era o de quien se suponía alguna simpatía con aquellos, automáticamente sospechoso. Los prejuicios contra los franceses iban tan lejos que el Cabildo creía que “bastaba el ser francés para recelar que sus ideas fuesen conformes con las del pérfido agresor de esta Monarquía [Napoleón]”.60
Como su actitud rebelde contra un virrey legítimo tenía que ser muy mal visto desde España intentaron justificar los acontecimientos de aquel 1 de enero por la supuesta presión del pueblo contra Liniers y los franceses – pero la conmoción popular del 1 de enero no fue espontánea, sino producto de las maquinaciones del Cabildo contra Liniers para justificar su destitución, tal como opina Laura Cristina del Valle (2014:268-273). No queda claro, por lo tanto, si realmente se produjo un ambiente antifrancés por estos años en Buenos Aires. De haber sido así es probable que muchos franceses ya no se sintieran seguros en Buenos Aires. Aquellos que temían la expulsión, prefirieron marcharse a las provincias del interior. Consta, por lo menos, en una carta que Joaquín de Molina, designado presidente de Quito, escribió a Su Majestad desde Mendoza que había un “número grande de franceses que se abrigan en estas regiones. Provenientes los más de Buenos Aires con pasaportes del Virrey Liniers”.61 Puede ser que Liniers les hubiera proporcionado pasaportes para que estuvieran seguros ante un ambiente cada vez más hostil en la ciudad.
El papel de Liniers como virrey sigue siendo muy difícil de valorar. Aunque muchas de las acusaciones del Cabildo en su contra provenían de adversidades políticas y personales es cierto que en julio de 1807 envió dos oficios en forma clandestina a Napoleón donde resaltó el valor de los franceses en la defensa de Buenos Aires.62 Uno de sus emisarios – el sardo Antonini – fue justamente unos de los implicados y encarcelados en la supuesta conspiración de los franceses, supuesto autor de unos pasquines con el lema “Viva la libertad” que habían aparecido en 1795, y más tarde, presunto agente de Napoleón en América.63 Sin embargo, también es válido reconocer que Liniers defendido en Córdoba el gobierno monárquico contra la Primera Junta, un hecho que hace creer en su fidelidad a España. Finalmente, la Junta en Sevilla destituyó a Liniers y mandó un nuevo virrey a Buenos Aires para pacificar a la ciudad.
El Cabildo había exigido en vano a Liniers que hiciera observar las Leyes de Indias que prohibían la residencia y el comercio de extranjeros. Liniers se había resistido porque consideraba a la política frente a los extranjeros como materias de alto gobierno, y por lo tanto de su competencia y no de la del Cabildo.64 Cisneros fue enviado por la Junta de Sevilla con el objetivo de poner las Leyes de Indias en observancia y apaciguar la ciudad después de los enfrentamientos bajo Liniers. Eran dos objetivos delicados y un tanto contradictorios. Cisneros necesitaba la colaboración del Cabildo para instalar su autoridad así que tenía que respetar sus reclamos contra la presencia de los extranjeros, pero la expulsión de muchos de los extranjeros que vivían en Buenos Aires indudablemente hubiera alterado la quietud pública (Colomer Pellicer, 1997). Tenía que actuar con mucha cautela. Para mostrar su buena disposición al Cabildo, pero sin tomar medidas públicas contra la presencia de extranjeros, mandó – a los cinco días de su llegada a Buenos Aires – a los alcaldes de barrio a que registraran a los extranjeros. Lo hizo por orden verbal, y el registro se debía hacer secretamente.65 El virrey ganaba tiempo.
Abiertamente, solo actuó contra los franceses que estaban en el cuerpo de tropas, porque según la voluntad del Rey no debía haber franceses en la tropa del virreinato. Había unos 40 en Buenos Aires y otros tantos en Montevideo. El plan de Cisneros era mandarlos a la otra banda donde servirían hasta embarcar para España.66 Sin embargo, la situación de los franceses en Buenos Aires cambió drásticamente con una circular de Cisneros del 9 de noviembre dedicada a todas las autoridades del virreinato. Allí dio a conocer que se hallaba con estrictas órdenes reales de mandar a España a todos los franceses existentes en esos dominios y encargó a las autoridades mandar a Buenos Aires a los franceses de su distrito y a los que se trasladaran furtivamente desde la capital, acaso con licencia, ocultando que eran franceses.67 Se quería expulsar a los franceses no solamente porque eran el enemigo. Las autoridades temían además la actividad de agentes de Napoleón en América para propagar allí ideas relativas a la independencia.68
A partir de noviembre de 1809 se registra gran actividad de parte del superior gobierno para expulsar a los extranjeros. A fin de verificarla el virrey creó una comisión bajo las ordenes del oidor de la Audiencia, José Manuel de Reyes.69 La comisión tenía el encargo de echar a los extranjeros de todas las naciones, aparte de los franceses primordialmente portugueses e ingleses (Colomer Pellicer, 1997:373 y 427). Ante la multitud de extranjeros en Buenos Aires y la dificultad de tomar una decisión sobre cada caso concreto,70 el oidor Reyes pidió instrucciones para saber como debía proceder con su comisión. El virrey envió su respuesta por intermedio del fiscal Villota quien en un parecer de marzo de 1810 recomendó tomar en consideración a más de las leyes “la justa y prudente consideración de las circunstancias del carácter de nacional para ser más inflexible con el francés por la condición de la causa de la guerra”. Este parecer concluye con una nota adjunta del virrey quien aclaró que él entendía esta consideración del fiscal “que con respecto a los individuos franceses no debe tenerse consideración, ni indulgencia, por ser terminantes las órdenes de S. M. para su expulsión de estos dominios, sin excepción de personas, ni clases”.71
Con esta frase final del documento aclaró Cisneros que la circular de noviembre de 1809 realmente estaba pensada para expulsar a todos los franceses. Hasta este momento las autoridades habían mirado bien las circunstancias personales de los franceses, exigiendo solamente la expulsión de los transeúntes y la vigilancia de los sospechosos. Los franceses domiciliados que se mantenían fieles al Rey de España normalmente no corrían riesgo. Aún en 1795, cuando reinaba el miedo a los franceses en la calles de Buenos Aires y cualquier francés se convertía en sospechoso, un oficial reputado como Liniers estaba seguro y la justicia no podía acusarle. Seguros estaban también los franceses casados, porque entre los que se quería expulsar por orden real de 1793 o a raíz de la pesquisa del año 1795 solo se hallaban hombres solteros. Quizá fue la propaganda anti-francesa del Cabildo contra Liniers y su séquito lo que había preparado el ambiente para que se emitiera una orden tan general contra los franceses en marzo de 1810 donde solo se consideró como única variable la nación de origen, sin miramiento a otras circunstancias. El virrey mandó no solamente expulsar sino también embargar los bienes de todos los franceses “domiciliados aún indebidamente” – quiere decir a los que no tenían carta de naturaleza (a diferencia con 1793 cuando solo se embargó los bienes de los franceses transeúntes).72 La estrictez de la orden del virrey se puede observar en el caso del francés Luis Godefroy, quien todavía en febrero de 1810 había conseguido un permiso para residir en Montevideo por su calidad, méritos, circunstancias y servicios, pero ahora, en abril, quedaba sujeto a la orden de expulsión.73
Sin embargo, como la orden de expulsar a extranjeros domiciliados contradecía la práctica administrativa del régimen migratorio en la América española, no todas las autoridades coloniales estuvieron de acuerdo con un procedimiento tan rígido. El virrey encontró un obstáculo en el gobernador de Montevideo, Francisco Javier de Elío, quien defendía a algunos oficiales franceses de la guarnición de Montevideo por sus méritos, los largos años de servicio y su arraigo en la ciudad. Además, no embarcaba para España a los franceses que habían sido enviados presos a Montevideo y los dejaba moverse libremente en la ciudad. Su mal disimulada rebeldía originó dos enérgicos oficios por parte de Cisneros. Después del relevo de Elío quien se ambarcó el 4 de abril para España, comenzó a cumplirse el encargo con más eficacia y se mandó a varios oficiales franceses para España.74
Los franceses que fueron mandados desde las provincias a Buenos Aires eran probablemente casi todos prófugos de la capital y, por lo tanto, transeúntes.75 La mayoría de los franceses domiciliados en el interior se los dejaba en paz. Solamente desde Paraguay constan los casos del sastre francés Juan Carrer, casado con una española y con 17 años de residencia en la provincia, y del francés Bernardo Darguie, casado en Asunción, quienes fueron expulsados.76 Noy hay constancia de que fueran expulsados los restantes tres franceses que aparecieron en el padrón de 1804 como domiciliados.77 Un claro desacuerdo con la orden del virrey mostró la Audiencia de La Plata. Allí se había presentado el francés Juan Rodríguez Ramos para obedecer al bando que el presidente de la Audiencia había publicado en contestación a la orden de Cisneros para registrar a todos los extranjeros. El presidente estaba convencido de que Rodríguez Ramos reunía “calidades que por lo general lo excusan de ser comprehendido en la clase de extrangero”, como de llevar 30 años en el país, haber demostrado su patriotismo por donación para el Rey y su servicio al bien común por el empleo del cargo de alcalde de la hermandad – todas estas cualidades para “tener posiciones exedentes a las contenidas en la Ley para su permiso en habitar, como afincado y casado en estos dominios”. No obstante, le intimó para viajar a Buenos Aires para pedir allí un permiso del virrey.78 Rodríguez Ramos era de la Navarra francesa y comerciante, así que el presidente quizá no se atrevía a tolerarle para no contradecir la orden del virrey que mandaba expulsar a todos los franceses indiscriminadamente.
Se debe dudar que Rodríguez Ramos realmente se dejara intimidar para emprender un viaje tan largo para llegar a Buenos Aires. Si lo hubiera hecho, y si realmente hubiera llegado, le hubiera sorprendido quizá que el virrey que quería echarle ya no estaba en su cargo, y segundo que la comisión que se encargaba de las expulsiones se había disuelto. Cuando la noticia de la caída de la Junta de Sevilla y la casi total ocupación de la península por tropas francesas llegó a Buenos Aires, tal comisión para expulsar a los extranjeros a España ya no tenía sentido. Consecuentemente Reyes pidió ser eximido de su comisión el 21. 5. 1810.79 Es difícil medir el impacto que tuvo su comisión para la presencia francesa en el Río de la Plata. Los datos del censo de 1816 dejan suponer que tuvo alguno, por lo menos para Buenos Aires, ya que aquel año solamente se registraron 36 franceses de un total de 515 extranjeros (6,9%), que significa en comparación con el padrón de 1809 la reducción a más o menos la mitad del número de franceses en la ciudad, tanto en cifras absolutas como en relación a su parte en el total de extranjeros (Reitano, 2010:120).80 Probablemente la mayoría de los franceses que abandonaron Buenos Aires no se fueron a Europa, sino escaparon al interior del virreinato o se quedaron en Montevideo. En el interior, las autoridades coloniales, en general, no eran tan rígidas porque faltaba mano de obra, y en Montevideo, adonde llegaron los expulsados del interior y de Buenos Aires, fue el gobernador Elío quien no puso mucho empeño por mandarlos a Europa – quizá porque le faltaron barcos para transportarlos, como se excusó. Cuando en abril de 1810 la maquinaria instalada por Cisneros para expulsarlos finalmente pareciera haber funcionado al menos rudimentariamente – Elío fue relevado y salió el 9 de abril para España – ya no quedaba tiempo. Después del 25 de Mayo de 1810 todo fue diferente, y las nuevas autoridades ya no veían ningún peligro en los franceses.
Durante casi todo el transcurso siglo XVIII los franceses del Río de la Plata no llamaron especialmente la atención de las autoridades o de sus vecinos. Eran pocos en número, y debido a la alianza entre España y Francia tampoco había razones para desconfiar de ellos. Por el contrario, tal como demostraba el caso de Francisco Gastó se mantuvo una imagen positiva de los franceses que, probablemente, favorecía su residencia en el Río de la Plata. Los únicos casos que preocuparon a la justicia o al gobierno colonial eran aquellos en que oficiales o comerciantes – como los panaderos franceses o el mencionado Gastó – entraron en competencia con los naturales, causando así conflictos y pleitos por la legalidad/ilegalidad de su residencia. Sin embargo, la Revolución francesa cambió totalmente la percepción y la actitud del gobierno colonial hacia los galos. Como también en otras partes del imperio español se convirtieron a partir de los años 90 también en el Río de la Plata en sospechosos por ser posibles portadores de ideas revolucionarias cuya pretensión sería cambiar el orden colonial. No obstante, el gobierno – tanto en España como en Buenos Aires – no se apartó de lo que era la base de la política migratoria del Antiguo Régimen: permitir la residencia de los franceses domiciliados y desconfiar únicamente de los transeúntes. De todos modos y a pesar de esta confianza algunas autoridades coloniales actuaron en estos años decididamente contra los franceses. En México fue el Virrey Branciforte quien, juntos con la Inquisición, los persiguió. En Buenos Aires no fue el gobierno virreinal, sino la actividad del Cabildo contra los franceses lo que en 1795 originó una especie de caza de brujas en la cual bastaba ser francés para caer bajo sospecha. Esto se debió a una serie de rumores sobre una supuesta sublevación de los esclavos promovida por los franceses, situación que se intensifico por las desmesuradas investigaciones del Alcalde Martín de Alzaga.
La relación entre la nacionalidad francesa y la sospecha se repitió cuando la conquista de España por Napoleón y sus intentos por promover la independencia en América pusieron en alerta al gobierno colonial. En Buenos Aires esta vez, no era la sociedad o el Cabildo quien sospechaba de los franceses, sino el propio gobierno del Virrey Cisneros. Decretó la expulsión generalizada de todos los franceses, incluso de los casados y domiciliados – una medida rigurosa, en contra del costumbre, probablemente controvertida y de difícil realización. Con esta medida se apartó de la política migratoria habitual que durante toda la época colonial – como ha mostrado magistralmente Tamar Herzog – había considerado la integración de un extranjero en una comunidad local como suficiente para tolerarle y protegerle de una expulsión. La política de Cisneros frente a los franceses anticipó un tanto la política migratoria del Estado moderno, donde el control de los extranjeros fue perpetuo e institucionalizado, y dónde la nación y no la integración fue el criterio que decidió sobre su permanencia. No obstante, para abordar este proceso que direccionó al régimen migratorio del Estado-nación a finales de la era colonial se requieren estudios que profundicen en la política de los gobiernos coloniales frente a los extranjeros después de 1808, tanto en Buenos Aires, como en otros ámbitos de la América española.
1 Véase también la nota dos en p. 482: “Los textos español y francés no estan conformes en este punto. En el español se estiende, como se vé, la disposicion á los estados del rey de España: en el francés se limita á los états du roi d’Espagne en Europe. De suerte que esta diferente redacción provocó esplicaciones entre los dos gobiernos. El conde de Vergennes, ministro de estado en Francia, por nota dirijida el 30 de julio de 1778 al embajador español conde de Aranda, declaró que ni el presente ni otros tratados eran aplicables á las colonias ultramarinas, sino hechos exclusivamente para los dominios europeos”.
2 Archivo General de la Nación Argentina (AGNA), Buenos Aires, Sala IX, Bandos, Libro 3, fols. 110-111.
3 AGNA, X, BN, 189, doc. 1868.
4 Para el uso contemporáneo de los conceptos “quietud” y “seguridad” véase: Casagrande, A. (en prensa): Entre la Quietud y la Seguridad. Los Alcaldes de Barrio de la Ciudad de Buenos Aires (1770-1820), Historia Conceptual, 1.
5 Rodríguez Blázquez (1983) citado en (Langue, 1989:7).
6 AGNA, Sala IX, 10-9-13.
7 Padrón de Buenos Aires de 1807 (Ravignani, 1919: 333-355).
8 De los 29 extranjeros que se presentaron en 1771 para su registro en Rosario tres eran franceses (10,3%), mientras que en Montevideo se presentaron ocho franceses de un total de 103 extranjeros (7,5%). AGNA, IX, 10-9-13. En un registro que se realizó en 1805 para determinar la presencia de extranjeros en todas las provincias del virreinato de un total de 320 extranjeros registrados 34 eran franceses (10,6%). El mayor grupo, con diferencia, eran los portugueses, especialmente los prisioneros de guerra que habían sido asentados en Mendoza. En cuanto a la distribución de los franceses registrados en 1805 hay un desequilibrio. En las provincias del interior se registraron sólo 13, mientras que 21 vivían en Montevideo que eran el 15% de los extranjeros empadronados allí. AGNA, IX, 35-03-06, expediente 3. Ese número era constante, ya que en mayo de 1807 se registraron, a instancias del entonces gobernador británico de la ciudad, 20 franceses de un total de 160 extranjeros registrados (12,5%). Archivo de la Nación de Uruguay, Caja 314, carpeta 1, documento 92. Este número subió en 1809 a 24, pero como el número total de extranjeros había aumentado en Montevideo, el porcentaje de los franceses disminuyó al 9,2%. AGNA, X, Gobierno de Buenos Aires, leg. 191, Montevideo, doc. 37. Paraguay hizo en 1804 una lista muy detallada de todos los extranjeros residentes en esta provincia, en la cual fueron registrado solamente cuatro franceses sobre un total de 58 extranjeros (6, 9%). Archivo Nacional de Paraguay, Sección Historia, vol. 193, número 10.
9 AGNA IX, 39-7-3, exp. 7. Mercaderes extranjeros. Sobre su expulsión (1736).
10 En 1748, en respuesta a un bando de expulsión general de todos los extranjeros de Buenos Aires, el Cabildo de Buenos Aires había presentado una lista al gobernador que incluía los oficios mecánicos útiles que según su parecer debían ser tolerados. La lista de ocho extranjeros abarcaba también dos peluqueros franceses. Archivo General de la Nación Argentina (ed.) (1931). Acuerdos del extinguido Cabildo de Buenos Aires (1745-1750). Serie 2. Vol. 9. Buenos Aires: Imprenta de Pablo E. Coni e Hijos, pp. 338-342 y 359-360. Entre los franceses empadronados en 1771 en Montevideo y Buenos Aires se encontraron solo un agricultor, un tratante, y dos comerciantes, pero se registraron un carpintero, dos relojeros, un platero, un sastre, un barbero, un músico, un sombrero, tres cocineros y varios panaderos franceses. Una gran parte de estos, no obstante, no ejercía su oficio sino tenía una pulpería. En el padrón de Buenos Aires de 1804 se encuentran tres comerciantes, y varios franceses con otros oficios como vidriero, barbero, sastre, relojero, panadero, etc. Para 1804 véase la lista proporcionada por Reitano (2012:165). Entre los cuatro franceses registrados en 1805 en Paraguay no había ninguno que cultivara la tierra: uno era sastre, uno dorador, uno limosnero, y el último comerciante.
11 En 1771 se hallaron en Buenos Aires los profesores de medicina Juan Dupon y Francisco Julio Michel, y en 1804 el médico Carlos Dechamps. En Montevideo se registró en 1804 a un cirujano francés, y Francisco de Paula Sanz mencionó en su viaje por el virreinato en 1780 un “célebre médico francés” que se hallaba para algunos meses en Santiago del Estero, donde fue, por lo visto, el único médico. (Rípodas, 1977:51). El francés Juan Pablo Pérez fue expulsado en 1780 del virreinato porque ejercía de medico cirujano sin título para ello. AGNA, IX, Real orden, tomo 49, fol. 181.
12 Véase abajo.
13 Padrón de 1804. En DHA. Vol. 12, p. 156 y 176.
14 Ramón Aignasse tenía casa de café, Antonio Gómez trabajó en el Café de Marcos, y un mozo francés en la casa de Café en la Calle Correa. Padrón de los extranjeros residentes en la ciudad de Buenos Aires, levantado por los alcaldes de barrio (1809). En DHA, Vol. 12, pp. 270-304, p. 178, p. 218 y pp. 287-289.
15 Susy Sánchez Rodríguez identifica dos panaderías en manos de franceses del total de 43 panaderías registratas en 1793 en Lima. (Sánchez Rodríguez, 2005:454).
16 Bando del 16. 4. 1761. AGNA, IX, Bandos, Libro 2, fols. 248v-249r.
17 Ibid. 249r.
18 AGNA, IX, 10-9-13. Panaderos franceses en Buenos Aires: Juan de la Villa, Antonio La Piedra, Juan Farrado, Guillermo Puy, Esteban Muñol, Juan Romero; Pedro Piancher, Pedro Pelegrín (desde 1762); Juan Gallardo (desde 1766); Joseph Durán (desde 1767); Diego Solilla (desde 1764); Juan Faragov (desde 1763). Panaderos extranjeros no franceses eran: Juan Baptista Cora, portugués (desde 1754); Joseph Herrera, quien “corre por portugués y dize ser hijo de Vigo” (desde 1755), y otro panadero portugués desconocido. Panaderos franceses en Montevideo eran: Juan de la Viña, casado en España; Santiago Lartigue y Pedro Berges (desde 1765 en Montevideo).
19 Acuerdo del Cabildo del 6. 4. 1761, AECBA (1926). Tomo 2, Serie III, (1756-1761), p. 612. Las panaderías eran una innovación porque producían pan en cantidades mayores con hornos especiales. Antes de la aparición de las panaderías la gente solía fabricar su propio pan en casa y algunos ponían a la venta lo que sobraba, mejorando así los escasos recursos familiares (Johnson, 1980:140).
20 AGNA, IX, Bandos, Libro 2, fol. 254r.
21 Actas del Cabildo de Santa Fe de la Vera Cruz, Archivo General de la Provincia de Santa Fe, fols. 185v-190v.
22 Bando del 25. 2. 1774, AGNA, IX, Bandos, Libro 3, fol. 301r-305v.
23 Acuerdo del Cabildo del 20. 9. 1775. AECBA (1928), Tomo 5, Serie III, (1774-1776), pp. 496-497.
24 Para la evolución de los precios en 1761 y durante las primera mitad de los años 70, cuando subió desmesuradamente el precio del trigo (Garavaglia, 1995:70 y 87), véase también Johnson (1980:140).
25 Que el Cabildo conocía este problema se puede deducir de su petición ante el gobernador en 1775 para que prohibiera a los comerciantes extranjeros la “compra de cueros, y trigo, y demás género de abasto en la campaña”. Acuerdo del 11. 2. 1775. AECBA (1928), Tomo 5, Serie III, (1774-1776), p. 262.
26 Esa medida fue adoptada justamente por el virrey que más se enfrentó con el Cabildo, el marqués de Sobremonte, quien en 1804 prohibió la exportación de trigo y harina debido a la mala cosecha de aquel año (Beltrán, 1938:18).
27 En el padrón de 1804 se encuentran seis panaderos franceses (Reitano, 2012:165).
28 Su biografía, basada en documentos, testimonios de testigos y el propio relato de Francisco Gastó se encuentra en un expediente donde Gastó solicitó el reconocimiento de su grado de capitán. Archivo General de Simancas, SGU, LEG, 6801, 55.
29 AHGN, Sala IX, 33-3-7, exp. 907. Servir en la milicia fue una buena estrategia para demostrar la lealtad a la Corona y la integración social, y conseguir consecuentemente la composición o naturaleza en el caso necesario (Tejerina, 2004:288).
30 AHGN, Sala IX, 33-3-7, exp. 907.
31 La que pronto debería haber llegado, ya que Gastó se hallaba aún en 1788 en La Plata, cuando pidió del Rey ser reconocido como capitán y colocado en un regimiento. AGS, SGU, LEG, 6801, 55.
32 Telégrafo mercantil rural político económico, e historiográfico del Río de la Plata, número 10 del 2. 5. 1801.
33 Real Cédula del 21 de Mayo de 1790, AGI, Indiferente, 662.
34 Biblioteca Valenciana Nicolau Primitiu, Fondo antiguo, XVIII/F-430.
35 Bando del 30. 6. 1793, AGNA, Bandos, Libro 7, fols 102-103.
36 Carta del 9. 12. 1794. AGNA, X, Documentos diversos, leg. 27.
37 Carta del Virrey Arredondo del 3. 7. 1795 a Godoy, AGI, Estado, leg. 80, n. 20, fol 1.
38 Sobre el caso de Barbarín véase muy detalladamente (Johnson, 2002).
39 Ibid., pp. 12-13.
40 AGNA, IX, 36-1-5, exp. 6 fol. 130r.
41 AGNA, IX, 36-1-5, exp. 6, fols. 83v y 164v.
42 AGNA, IX, 36-1-5, exp. 6, fol. 153r.
43 (Ortega, 1947:208)
44 AGNA, IX, 36-1-5, exp. 6, fol. 32r.
45 Museo Mitre, AB, C. 29, p. 1 n., 21ª.
46 Por lo menos no se ha encontrado registros de una nueva investigación contra los franceses después de la mencionada para 1795.
47 AGI, Estado,79, n. 104. En la cárcel se encontraban aún: Jean Bourienne, Jean Cap-de-pon, Joseph Blou, Jean Louis Dumont, Jean Antoine Gaillarde, Paul Mayor, André Deplan, Bernard Borie, Jaques Antonini, Jean Polove.
48 Su enemistad era remota y data, por lo menos, del año 1795, o quizá tuvo su origen en el fracasado proyecto de los hermanos Liniers de instalar una fábrica de pastillas. El Cabildo, con la firma de Alzaga, se opuso a dicho proyecto aduciendo que la fábrica era contraria a la salud pública. Acuerdo del Cabildo del 29. 4. 1791. Véase también: Molinari (1959).
49 Expediente del 23. 5. 1809: “las arterias francesas, desnudas de religión y de humanidad“. Franco, J. R. del (ed.) (1929). Preliminares de la Revolución de Mayo. Buenos Aires: Academia Americana de la Historia, doc. 9, pp. 56-64, p. 64.
50 Memorial del 15. 10. 1808, en: Caillet-Bois, R. R. (1961-65). Mayo documental. Vol. 6. Buenos Aires: Compañía Sud-Americana de Billetes de Banco, doc.753, pp. 327-336, p. 327.
51 Preliminares de la Revolución de Mayo, doc. 7. Expediente del Cabildo, pp. 44-53, p. 51.
52 Oficio del 15. 10. 1808, en: Mayo documental. Vol. 6, doc.752, pp. 324-326, p. 325.
53 Memorial del 15. 10. 1808, en: Mayo documental. Vol. 6, doc.753, pp. 327-336, p. 335. Sin lugar a dudas era así, pero hasta ese momento probablemente todos los funcionarios reales en la ciudad habían permitido (y aprovechado) el contrabando, ya que era vital para el comercio de Buenos Aires.
54 Radaelli, S. (ed.) (1945) Memorias de los Virreyes del Río de la Plata. Buenos Aires: Bajel, p. 563.
55 AGNA, Bandos, Libro 8, fols 344-345.
56 Certificación de D. José de Llano, secretario y Archivero del Cabildo de Buenos Aires, hecha por disposición del Cabildo, sobre elección de [...] cargos concejiles, 7. 3. 1809, en: Facultad de Filosofía y Letras (ed.) (1912-13). Documentos relativos a los antecedentes de la Independencia de la República Argentina. Buenos Aires: Compañía Sudamericana de Billetes de Banco, pp. 242-255, doc. 22.
57 Preliminares de la Revolución de Mayo, doc. 7. Expediente del Cabildo, pp. 44-53, p. 46.
58 Levene, R. (1941). Asonada del 1º de enero de 1809. En Historia de la Nación Argentina. Vol. 5.1., 2ª edición, Buenos Aires: Academia Nacional de Historia, 1941, pp. 469-488.
59 Expediente del 16. 1. 1809. Preliminares de la Revolución de Mayo, doc. 6. Expediente del Cabildo, pp. 38-44, p. 39. Una lista con los nombres de cinco franceses con altos cargos entre los “varios otros de la misma nación” con quienes Liniers, según el Cabildo, buscaba el único objetivo “que sean franceses los que manden nuestras tropas” se encuentra en un oficio del 15. 10. 1808, en: Mayo documental. Vol. 6, doc.752, pp. 324-326, p. 326.
60 Expediente del 23. 5. 1809. Preliminares de la Revolución de Mayo, doc. 9., pp. 56-64, p. 57.
61 Carta del 19. 3. 1809 de Joaquín de Molina al Rey, en: Documentos relativos a los antecedentes de la Independencia de la República Argentina, pp. 269-272, p. 271, doc. 26.
62 Preliminares de la Revolución de Mayo, doc. 3 y 4, pp. 29-34.
63 Senado de la Nación Argentina (ed.) (1966). Biblioteca de Mayo. Antecedentes-documentos políticos y legislativos. Vol. 18. Buenos Aires: Imprenta del Congreso, pp. 16001-16003.
64 Memorial del 15. 10. 1808, en: Mayo documental. Vol. 6, doc.753, pp. 327-336, p. 336.
65 AECBA (1808-1809). Serie IV, tomo 3, pp. 546-547.
66 Circular a los comandantes de los cuerpos militares, 19. 8. 1809. Biblioteca de Mayo. Vol. 18, p. 15960. Carta de Cisneros a Martín de Garay, 19. 8. 1809, en: Documentos relativos a los antecedentes de la independencia de la República Argentina, doc. 42, pp. 387-392, pp. 390-391. Casos concretos son, por ejemplo, el del soldado francés Francisco Lagarda, quien había pertenecido a la escolta de Liniers, y el del husar Pablo Mayllos de Marcana, uno de los implicados en la conspiración de los franceses de 1795. Poco le servía a este último negar su nacionalidad. Ambos fueron dados de baja y mandados a Montevideo para su traslado a España. Véase para el caso del primero: AGNA, X, Gobierno de Buenos Aires, leg. 205, Husares del rey, doc. 7, y para el segundo caso: Colomer Pellicer (1997), n. 360.
67 Biblioteca de Mayo. Vol. 18, p. 15963.
68 Uno de los supuestos agentes del emperador francés era Santiago Antonini, supuesto conspirador del año 1795 y luego uno de los confidentes de Liniers. Oficio de Luis de Onis, 13. 1. 1810, en: Biblioteca de Mayo. Vol. 18, pp. 16001-16003.
69 Reglas presentadas por Cisneros a la junta consultiva el 6 de Noviembre de 1809, en: DHA (1916). Vol 7, pp. 379-387.
70 Un caso es el del chocolatero francés Martín Echarte, a quién Reyes concedió en enero dos meses a “que evacue sus diligencias [...], y concluidas pueda verificar la expulsión. AGNA, X, Gobierno de Buenos Aires, leg. 151, Audiencia, doc. 3.
71 AGNA, X, Gobierno de Buenos Aires, leg. 151, Audiencia, doc. 17.
72 AGNA, X, Gobierno de Buenos Aires, leg. 192, Montevideo, doc. 219.
73 El permiso se encuentra en: AGNA, X, leg. 117, doc. 81 y la expulsión en: AGNA, X, Gobierno de Buenos Aires, leg. 192, Montevideo, doc. 219.
74 AGNA, X, Gobierno de Buenos Aires, leg. 191, Montevideo, doc. 129. En abril de 1810, según dos oficios del gobernador de Montevideo, finalmente se embarcaron para España los oficiales franceses Tomás Cartellón, Juan Bautista Raymond, Juan Geoje, y Juan Bautista Belfort AGNA, X, Gobierno de Buenos Aires, leg. 192, Montevideo, doc. 205. Se debe dudar de que realmente se efectuó esta salida de los oficiales franceses, ya que por lo menos uno de ellos, Belfort, aparece más tarde como miembro del “ejército insurgente del Río de la Plata”, donde luchó bajo el mando del almirante Guillermo Brown. AGI, Estado, 74, n. 136.
75 Los tres franceses Pedro Arrieta, Francisco Cebrió, y José Ley fueron enviados desde Paraguay a Buenos Aires. Orden circular del 26. 12. 1809 a todas las autoridades del virreinato para mandar a los extranjeros que habían huido a Buenos Aires. Biblioteca de Mayo, vol. 18, p. 15964. Oficio del intendente de Paraguay, ibid., leg. 151, Audiencia, doc. 10. La misma suerte corrieron Guillermo Burosayn, Mauricio de la Crudo, y Pedro Lapeyde, quienes se mandó desde Entre Río. AGNA, X, Gobierno de Buenos Aires, leg. 191, Montevideo, doc. 99.
76 AGNA, X, Archivo del Gobierno de Buenos Aires, leg. 98. Pueblos de Misiones, doc. 2 y leg. 151, Audiencia, doc. 43.
77 ANP, sec. Historia, vol. 193, n. 10.
78 Auto del 25. 5. 1810. AGNA, X, Gobierno de Buenos Aires, leg. 107, Audiencia de Charcas, doc. 178.
79 AGNA, X, Gobierno de Buenos Aires, leg. 151, Audiencia, doc. 75.
80 La administración colonial demostró entre 1808 y 1809 en Cuba, donde residían los franceses refugiados de Santo Domingo, que era capaz de expulsar a miles de ellos, de los cuales la mayoría se trasladó a Luisiana (Yacou, 1982).
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Fecha
de recibido: 2 de abril de 2014
Fecha
de aceptado: 6 de agosto de 2015
Fecha
de publicado: 1
de diciembre de 2015
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