Dosier
Conflictos en las cárceles posperonistas: los presos políticos entre las denuncias y la fuga (1955-1958)
Resumen: Este artículo se propone analizar una serie de conflictos carcelarios que ocurrieron bajo la autodenominada “Revolución Libertadora”. A partir del examen de denuncias sobre torturas y vejámenes que aparecieron en la prensa, así como de la cobertura periodística de la fuga de dirigentes peronistas de la cárcel de Río Gallegos el 18 de marzo de 1957, buscamos demostrar las tensiones que generó la prisión política durante estos años. De esta manera, al iluminar la discusión pública sobre la gestión penitenciaria tras el golpe de Estado, aspiramos a demostrar las contradicciones y el impacto político que supuso el encarcelamiento masivo de militantes y dirigentes peronistas entre 1955 y 1958.
Palabras clave: Cárceles, Presos políticos, Revolución Libertadora, Conflictos, Denuncias.
Discussions on the post-Peronist political prison: political confinement and public denunciations (1955-1958)
Abstract: This article aims to analyze a series of prison conflicts that occurred under the self-styled "Liberating Revolution". Based on the examination of denunciations about torture and humiliation that appeared in the press, as well as the journalistic coverage of the escape of Peronist leaders from the Río Gallegos prison on March 18, 1957, we seek to demonstrate the tensions generated by political imprisonment. during these years. In this way, by illuminating the public discussion on prison management after the coup d'état, we aspire to demonstrate the contradictions and political impact of the mass imprisonment of Peronist militants and leaders between 1955 and 1958.
Keywords: Prisons, Political prisoners, Liberating Revolution, Conflicts, Denunciations.
Introducción
El objetivo de este trabajo1 es analizar aristas poco transitadas sobre la prisión política entre 1955 y 1958, tras el golpe de Estado al gobierno peronista. Al examinar una serie de denuncias públicas que suscitaron los encarcelamientos políticos, nos proponemos explorar la cobertura de la prensa y cómo las noticias devinieron en objeto de discusión y controversias políticas. Si las autoridades de la autoproclamada “Revolución Libertadora” se proponían condenar el gobierno peronista al que calificaban como la “dictadura depuesta”, desandar la experiencia justicialista supuso esclarecer aquellas prácticas que estuvieron al margen de la ley. Para las autoridades esto significó que las prisiones se colmasen de dirigentes y militantes, lo que generó tensiones y contradicciones con la prédica oficial de saneamiento institucional. Dicho de otro modo, si una de las condenas al peronismo cuestionaba el uso de la prisión para encarcelar a opositores, el gobierno de la “Revolución Libertadora” recurrió a las mismas prácticas, generando contradicciones entre su discurso y su accionar gubernamental. Al mismo tiempo, la fuga de dirigentes peronistas de la cárcel de Río Gallegos en marzo de 1957 provocó fuertes críticas en los medios de comunicación durante la presidencia de Pedro Aramburu. De esta manera, en este artículo nos proponemos responder los siguientes interrogantes. ¿Qué visiones del encarcelamiento a dirigentes peronistas circularon en la prensa? ¿Cómo se posicionaron los diarios frente a las denuncias de torturas o vejámenes? ¿Cuáles fueron las lecturas que suscitó la fuga de marzo de 1957? ¿Qué impacto tuvieron estos conflictos en la política y en la administración carcelaria?.
El argumento de este trabajo es que los conflictos sucedidos en las cárceles pusieron en tensión el objetivo del gobierno provisional de reestablecer el imperio de la ley que, según su interpretación, había tergiversado el peronismo. Al caracterizar al gobierno de Juan Perón como una “dictadura”, los funcionarios a partir de septiembre de 1955 buscaron clausurar una etapa marcada por la utilización política de las cárceles. Sin embargo, las denuncias sobre torturas a opositores en diversas instituciones penitenciarias durante 1956, así como la fuga de importantes dirigentes peronistas en marzo de 1957 de la cárcel de Río Gallegos, promovió acaloradas discusiones sobre la prisión política, generó controversias públicas y despertó la atención de la prensa, que cuestionó la distancia entre la prédica oficial y la situación de los establecimientos de castigo con fines políticos. De esta forma, al colocar el lente sobre diferentes situaciones ocurridas en las prisiones de la “Revolución Libertadora”, buscamos iluminar las implicancias que tuvo el uso de las cárceles para confinar opositores, lo que ayudará a comprender mejor la situación penitenciaria y su vinculación con el escenario político.
Al delimitar así nuestro objetivo, este artículo se inscribe en el campo de estudios de historia de la prisión en la Argentina, que en las últimas décadas ha tenido una notable expansión. Dentro de esta dinámica producción pueden constatarse núcleos temáticos y temporales de indagación. Por un lado, gran parte de la producción historiográfica se concentró en las últimas décadas del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX, para comprender la conformación de los sistemas penitenciarios modernos, la influencia de la criminología positivista y la distancia que medió entre las cárceles modelo de aquellas que se encontraban en las provincias o periferias del país (Caimari, 2004; Bohoslavsky y Casullo, 2003; González Alvo, 2013; Silva, 2013; Luciano, 2014; Casullo, Carrizo y Moroni, 2018). Asimismo, la bibliografía histórica ha puesto de relieve la forma en que diferentes conflictos que se produjeron en los establecimientos de castigo contribuyen a iluminar aristas de su dinámica institucional. Las pesquisas que analizan fugas y motines desentrañan las vinculaciones con la política democrática (Luciano, 2018; Silva, 2018), las derivas administrativas que generaron diversos conflictos en las prisiones (Canavessi y Olaeta, 2020; Silva, 2020) y las luces y sombras que ayudan a ponderar la historia penitenciaria (González Alvo y Núñez, 2016).
Por otro lado, la prisión política ha constituido un área fecunda de investigación. Estos trabajos han reconstruido las experiencias de encierro de anarquistas y comunistas en las primeras décadas del siglo XX (Caimari, 2004; Camarero, 2007), y sobre todo las dinámicas de encarcelamiento político en la segunda mitad de la centuria, en el contexto de radicalización social y política. Estos últimos estudios han indagado en las características de la prisión a opositores y militantes, las estrategias de represión gubernamental y la subordinación de la gestión penitenciaria a imperativos de la represión política (Seveso, 2009; D'Antonio y Eidelman, 2010; D'Antonio, 2016; Castronuovo, 2016 y 2018; Villareal, 2020; Garaño, 2020; Giménez, 2021; Scocco, 2021).
En el cruce de esta bibliografía, el presente artículo se organiza en tres secciones. En la primera parte se presenta un breve recorrido por la política penitenciaria de la “Revolución Libertadora”, con el objeto de comprender los lineamientos políticos y el afán reformista gubernamental en los que se sucedieron conflictos carcelarios. En la segunda parte, se analizan las denuncias y acusaciones en la prensa sobre torturas y vejámenes, que se produjeron sobre todo, a partir de junio de 1956. El último apartado se detiene en la fuga de marzo de 1957 y las derivas políticas que generó el escape de exdirigentes peronistas de la cárcel de Río Gallegos. La base documental de este trabajo está conformada por un corpus documental diverso: diarios y revistas de circulación nacional (La Nación, La Prensa, La Razón, Noticas Gráficas, Qué sucedió en 7 días, Así, Esto es, Ahora), legislación, revistas penitenciarias y normativa, así como libros de testimonios sobre experiencias de confinamiento.
La administración carcelaria durante la “Revolución Libertadora” y la reforma de la legislación penitenciaria
El golpe de Estado de septiembre de 1955 clausuró los diez años de gobierno peronista. En dicha empresa, la oposición política, civil, militar y eclesiástica coincidió en la necesidad e importancia de terminar con la experiencia gubernamental de Juan Domingo Perón. La autodenominada “Revolución Libertadora” contó con el beneplácito de todo el arco político partidario opositor al peronismo que, a pesar de su heterogeneidad ideológica, apoyó la intervención militar. El primer gobierno posperonista estuvo a cargo del general Eduardo Lonardi, quien no logró conservar el poder debido a las internas de las FF. AA., lo que provocó que en noviembre de ese año lo reemplazara en la presidencia de facto el general Pedro Eugenio Aramburu, acompañado en la vicepresidencia por el contraalmirante Isaac Rojas. Ambos, partidarios de llevar a cabo un proceso de “desperonización de la sociedad”, dirigieron los esfuerzos a “la disolución de su identidad política y su reabsorción gradual por las sedicentes fuerzas democráticas” (Tcach, 2007, p. 24). Con el propósito de volver a la situación previa a la irrupción del peronismo y garantizar un funcionamiento institucional “normal”, el gobierno de facto impulsó amplias reformas de las instituciones para evitar el regreso a un gobierno con las características del justicialista (James, 1990; Spinelli, 2005; Melón Pirro, 2009; Galván y Osuna, 2018).
Como es conocido, este objetivo de reeducar a las masas peronistas apeló a la persuasión, que se combinó con el despliegue de una fuerte represión y persecución. Otra de las aristas de su programa de gobierno se concentró en esclarecer los hechos de corrupción acaecidos bajo las dos presidencias peronistas (Berrotarán y Kaufman, 2014; Ferreyra, 2018). El 7 de octubre de 1955, el Decreto 479 propuesto por el presidente provisional Eduardo Lonardi conformó la Comisión Nacional de Investigaciones. Entre sus objetivos, esta comisión postulaba “investigar exhaustivamente irregularidades producidas durante la gestión del régimen depuesto, cometidas por funcionarios o por particulares vinculados con aquellos, determinando las responsabilidades emergentes de las mismas, para hacerlas efectivas en la forma que legalmente corresponde”.2 Para llevar a cabo las pesquisas se crearon numerosas comisiones, y la número 48 se dedicó al “Ministerio del Interior y Justicia e Institutos Penales”, que escrutó la situación de las cárceles. El informe titulado “Institutos Penales”, redactado por los encargados de recopilar las irregularidades bajo la administración peronista del castigo, expuso diferentes anomalías y denuncias por malos tratos y malversación de fondos, que fueron enviadas a la Justicia, pero no hallaron evidencias suficientes para impulsar el juzgamiento del exdirector de Institutos Penales, Roberto Pettinato. Como demostró Silvana Ferreyra, un número menor de causas judiciales resultó de la labor de las comisiones investigadoras (Ferreyra, 2018, p. 50).
Como parte de este mismo impulso, el gobierno provisional buscó desarmar parte del armazón legal del peronismo derogando, entre otras leyes, las modificaciones a la legislación sobre Desacato y Represión de los delitos contra la seguridad del Estado. Estas iniciativas, impulsadas por el oficialismo entre 1946 y 1955, eran consideradas parte de un “derecho penal autoritario”, que ponía “en manos del Estado un instrumento arbitrario y discrecional que destruye la garantía de la libertad individual”.3 En este marco de denuncias y críticas a la gestión penitenciaria justicialista, el 9 de noviembre de 1956 el Decreto 20.435, por iniciativa del Poder Ejecutivo Nacional, se propuso modificar la Ley 11.833, sancionada en 1933, que había reglamentado Roberto Pettinato en 1947 (Silva, 2012 y 2013).
Con este fin, el interventor de la Dirección Nacional de Institutos Penales (DNIP), el coronel Florentino Piccione, designó un grupo de trabajo con el objetivo de redactar el proyecto. Dicho grupo estuvo conformado por Juan Carlos Pizarro, Juan Carlos García Basalo y Luis M. Fernández; posteriormente, se sumaron Alberto J. Elena y Francisco Grosso Soto. Tras varios meses de funcionamiento, el grupo elevó su proyecto al nuevo interventor de la DNIP, el general Fortunato Giovannoni, quien lo presentó al presidente provisional, Pedro E. Aramburu.4 La nueva ley penitenciaria perseguía dos propósitos: terminar con las tensiones que provocaba el régimen federal en el sistema carcelario y adecuar la legislación a las normas acordadas en ámbitos internacionales de la posguerra (Silva, 2023).
La comisión encargada de la redacción de la nueva ley elevó el 26 de diciembre de 1957 un borrador al Interventor Nacional para que, junto a la sugerencia de ciertas modificaciones, lo pusiera a disposición de un “núcleo de profesores universitarios especializados” en cuestiones penales, penitenciarias y criminológicas para que brindaran su opinión sobre el proyecto. Entre los expertos que volcaron sus opiniones se encontraban figuras de larga trayectoria en la materia: José Belbey (Profesor de Medicina Legal de la UBA), Jorge Coll (exministro de Justicia y Profesor Titular de Derecho Penal de la UBA), Jorge Frías (Presidente del Patronato de Liberados de la Capital Federal), Francisco Laplaza (Profesor Titular de Derecho Penal de la UBA) y José Peco (Profesor Titular de Derecho Penal de la UBA), entre otros (Cesano, 2009; Villarreal, 2020). Todos coincidían en apoyar la sanción de la ley y señalar su necesidad. Por ejemplo, expresó Jorge Coll: “(…) este proyecto es un trabajo de gran mérito y de valor para la solución de uno de los problemas más graves del país que reclama su organización institucional”.5 Este consenso expresaba las premisas compartidas a favor de instrumentar una nueva legislación que rigiera y uniformara la ejecución de las penas en el país.
Finalmente, el 14 de enero de 1958 se aprobó el Decreto N° 412, que estableció las “Normas legales a que deberá ajustarse el régimen penitenciario”.6 La nueva normativa nacional estableció la unificación legal del régimen carcelario. Como explicitaban los antecedentes, el principal objetivo consistía en “la necesidad de dotar al país de la ley penitenciaria que asegure la aplicación uniforme de los principios fundamentales en materia de ejecución penal”.7 En este sentido, al concebirse como complementaria del Código Penal de 1922, estableció en el artículo 132: “La Nación y las Provincias procederán dentro del plazo de 180 días a revisar la legislación y las reglamentaciones penitenciarias existentes, a los efectos de concordarlas con las disposiciones contenidas en este decreto ley”.8 Así planteada, esta medida pretendía uniformar el sistema legal a nivel nacional, y al mismo tiempo reglamentó una situación que se daba de hecho, ya que varias provincias habían tomado como modelo para sus legislaciones penitenciarias la Ley 11.833 (García Basalo, 1975, pp. 9-21). Como parte de la unificación legal, el decreto habilitaba al Poder Ejecutivo a convenir junto a las provincias la creación de establecimientos penitenciarios regionales (art. 123), y autorizaba a la DNIP a pedir información, inspeccionar y trasladar reclusos bajo jurisdicción provincial. Sin dudas, la nueva ley buscaba deliberadamente aumentar las facultades y la injerencia de la administración nacional sobre las provinciales, para un mayor control sobre el sistema penitenciario en todo el territorio.
Por otro lado, el Decreto se proponía incorporar una serie de disposiciones que se venían discutiendo en ámbitos internacionales de la posguerra. En particular, como ha especificado José Daniel Cesano (2009), este decreto ceñía la legislación nacional a las orientaciones de política penitenciaria definidas en las “Reglas mínimas para el Tratamiento de los Reclusos”. Este documento, fruto de las reuniones del “I Congreso sobre la prevención del delito y el tratamiento del delincuente” impulsadas por la Organización de las Naciones Unidas en la ciudad de Ginebra, en agosto de 1955, procuraba difundir el respeto a los derechos y garantías de los penados. Las premisas por las que advocaban las Reglas fueron rápidamente acogidas por la mayoría de los países latinoamericanos, si bien su incorporación formal a la legislación no significó su aplicación a los establecimientos locales (Del Olmo, 1999, pp. 96-97).
En el caso argentino, lo relevante es que el decreto otorgaba un nuevo marco legal basado en el respeto a las condiciones de encierro para los penados. El documento comenzaba explicitando su orientación: “Las reglas que se siguen deben ser aplicadas imparcialmente. No se deba hacer diferencias de trato fundadas en prejuicios, principalmente de raza, color, sexo, lengua, religión, opinión política…”.9 Precisamente, el objetivo perseguido por el Congreso de la ONU definía derechos y garantías en el trato a los penados, sin importar distinciones de ningún tipo, ni siquiera políticas. En consecuencia, aspectos como la alimentación, la educación, el trabajo y la disciplina dentro de los establecimientos carcelarios se planteaban como necesarias para las buenas prácticas de administración penitenciaria. En particular, las resoluciones del Congreso dedicaban un extenso espacio a delimitar las formas en que se podía sancionar a los penados: los funcionarios sólo podían reprender aquellas acciones que formaran parte de los reglamentos, no se podía restringir la comida, no se debía incomunicar ni encerrar por largos períodos a los presos, entre otras orientaciones.
En la Argentina, el decreto de 1958 retomaba varias de estas disposiciones; por ejemplo, el alojamiento nocturno de los internos debía ser individual, las condiciones higiénicas debían tener en cuenta la ventilación, iluminación y calefacción, y quedaba prohibido el empleo de esposas o medidas de sujeción como castigo. De la misma manera, detallaba que al personal penitenciario le estaba “absolutamente prohibido recurrir a la fuerza en sus relaciones con los internos”.10 El reconocimiento de estos derechos y garantías fue introducido en la legislación por los expertos convocados por el gobierno provisional para la reforma de la normativa penitenciaria. Que la nueva ley los reconociese no significaba, como veremos en el próximo apartado, que se llevaran a la práctica.
Puede considerarse que el consenso que generó esta sanción de la ley se debía a que involucró a destacados expertos en materia penal y penitenciaria, aunque entrara en franca contradicción con el uso político de las prisiones que realizó el gobierno de la “Revolución Libertadora”. Vale recordar un solo ejemplo: las autoridades del gobierno provisional reabrieron el presidio de Ushuaia como destino para los funcionarios peronistas encarcelados. Por tanto, consideramos que las contradicciones en la política penitenciaria se comprenden mejor a la luz de las denuncias que cobraron estado público por medio de la prensa. Las acusaciones de vejámenes en los establecimientos de castigo provinciales y nacionales iluminan los límites de la adhesión a las normas internacionales y revelan la atención pública que suscitó el problema carcelario.
Denuncias carcelarias: torturas y vejámenes en las cárceles de la “Libertadora”
Consumado el golpe de Estado, las autoridades del gobierno provisional iniciaron una campaña pública para revelar la faceta autoritaria del “régimen depuesto”. Si bien el breve gobierno de Lonardi definió un tono conciliador, su sucesor tomaba distancia de esa premisa con un claro tono denuncialista. Frente a un contexto que se avizoraba complejo, la revista Esto es efectuó una encuesta a políticos y figuras públicas en sus números de noviembre de 1955 con la consigna “¿Qué hacer con los hombres que subvirtieron las instituciones y corrompieron al pueblo?”. Esta cuestión despertaba controversias y debates, y demarcaba una línea delgada entre la acción vindicativa y la búsqueda de justicia. Uno de los primeros consultados, el prestigioso penalista José Peco, profesor universitario de derecho penal y diputado radical entre 1938 y 1943, consideraba “preciso guardar prudencia y serenidad”, demostrar las persecuciones, las torturas, el avasallamiento de la prensa y la justicia de los diez años de gobierno peronista, e iniciar un “programa de esclarecimiento e ilustración de las masas más eficaz que las sanciones penales, civiles o administrativas”.11 Por ello, abogaba por reparar los derechos avasallados en vez de “vengar todos los agravios”. Sus argumentos se basaban en la defensa del derecho penal liberal, por lo que no correspondía juzgar sanciones de carácter colectivo, se debían respetar los procedimientos legales y condenar en función de las figuras delictivas ya establecidas en las leyes penales. Asimismo, se oponía al establecimiento de una instancia o fuero especial para el procesamiento de los acusados, respetando los principios constitucionales.
En el mismo sentido, Roberto Rois, abogado y militante del Partido Demócrata Progresista, aludía a la necesidad de que los acusados recibieran las sanciones establecidas en las normas legales vigentes: “Querer imponer otros castigos sería abandonar el camino de recuperación de las libertades democráticas que incluyen el principio de nullun (sic) crimen, nulla poena sine lege”.12 Coincidía en que no debía conformarse un fuero especial para juzgar a los funcionarios peronistas, sino que dicha tarea tenía que recaer en la justicia ordinaria. Por su parte, el abogado y dirigente radical Santiago Nudelman, quien desde su banca de diputado durante los años peronistas había denunciado el encarcelamiento político de opositores (Silva, 2012), exigía que las sanciones debían “encuadrarse dentro de las prescripciones de la ley penal” y que la labor de las comisiones investigadoras tenía que ser entregada a los “jueces naturales” para que realizaran sus tareas dentro de los códigos vigentes.13
Todos los entrevistados convenían en la necesidad de juzgar a aquellos que habían cometido delitos bajo la administración peronista respetando los procedimientos penales y leyes vigentes. Advocaban por la importancia de que fueran tribunales ordinarios los que juzgasen y estableciesen las sanciones penales, garantizando las prerrogativas del estado de derecho. De esta forma, políticos y expertos vertían sus opiniones a favor del esclarecimiento de los delitos, pero se alejaban de las posiciones más radicales que consideraban necesario un juzgamiento ejemplar para los políticos y funcionarios peronistas.
En paralelo al despliegue y puesta en funcionamiento de las comisiones investigadoras, desde la prensa proliferaron notas periodísticas que develaban los delitos cometidos por los funcionarios peronistas, destapaban casos de corrupción y daban a conocer hechos criminales no esclarecidos de la “dictadura depuesta”. Entre los tópicos desarrollados se encontraban las acusaciones de los opositores que habían sufrido por medio de artilugios legales y causas armadas la privación de la libertad. Uno de los casos paradigmáticos lo constituyó el de Cipriano Reyes, encarcelado entre 1948 y 1955 acusado de planear un atentado contra Perón. Su liberación en noviembre de 1955 mereció una amplia cobertura periodística. En una de esas notas, publicada en la revista Esto es, narraba en primera persona los horrores sufridos. Su relato se esmeraba en reflejar los abusos padecidos y en la utilización de la propaganda para desmentir las denuncias públicas sobre el trato que se les brindaba a los presos por cuestiones políticas en aquellos tiempos de enfrentamiento entre gobierno y oposición durante el peronismo. Sobre este aspecto, ilustraba:
En una oportunidad –nos refiere Cipriano Reyes– fui llamado por el señor Pettinato, director de Institutos Penales y autoridad máxima en la Penitenciaría. ¿Qué quería de mí? Me estaba esperando en una de las celdas de los presos privilegiados, en la que se había tendido una mesa de limpio mantel y cubiertos de plata. Me invitó a sentarme. No había terminado aún de hacerlo cuando un mozo con alba chaqueta me acercó una frutera… ¿A qué se debía eso? Me di vuelta, sonriente, a mirar a aquel mozo tan cordial… En ese momento oí el inconfundible “flash” de una cámara fotográfica. Habían tomado una fotografía. El señor Pettinato no dijo palabra alguna; se levantó y se fue. Se había consumado otra maniobra infame de la propaganda peronista. En efecto, poco después aparecería en una revista extranjera esa foto para mentir el trato que no se nos daba en la Penitenciaría…14La anécdota de Cipriano Reyes servía como denuncia y como caracterización del peronismo en dos planos: en primer lugar, condenaba la situación de presos políticos en la Penitenciaría Nacional, lejos de todo el lujo que se pretendía crear con la “escenografía”, desmontando el discurso oficial de dignificación del castigo; y en segundo lugar, criticaba el uso propagandístico que la gestión de Roberto Pettinato había llevado a cabo, poniendo de manifiesto la manipulación que realizaba en la difusión de la reforma que este promovía.15
Las declaraciones de Cipriano Reyes lejos estuvieron de ser una voz aislada. El afán denuncialista de los abusos del peronismo se diseminó rápidamente y asumió diversos soportes. Patricia Berrotarán y Alejandro Kaufman (2014) argumentan que, durante estos años, la búsqueda por “desperonizar” la sociedad y la política condujo a que proliferase un fuerte “discurso difamatorio” hacia el peronismo. Las notas periodísticas que escrutaron al gobierno justicialista fueron sólo una de las aristas en las que se asentaron las acusaciones.16 Por estos años también se publicaron varios libros, basados en experiencias y relatos, cuyos testimonios se proponían dejar testimonio de la persecución que habían sufrido aquellos que se opusieron al gobierno de Juan Perón (Lamas, 1956; Estrella, 1956; Viñas, 1956).
Si bien las denuncias de la persecución a opositores durante el gobierno peronista se concentraban en el accionar policial, y en particular en la Sección Especial, los libros hacían referencia a la política carcelaria dirigida por Roberto Pettinato. Raúl Lamas, quien reunió en su publicación múltiples testimonios de los casos más resonantes de torturas, vejámenes y padecimientos en los “cadalsos de Perón”, dedicaba una sección al “régimen penitenciario justicialista”. Aseveraba que mientras Roberto Pettinato se jactaba de las bondades de su política carcelaria en congresos internacionales, “la doctrina iba por una vía y los procedimientos por la contraria, en sentido inverso” (Lamas, 1956, p. 63). En el mismo sentido, Alberto Viñas, al recordar su paso por la Penitenciaría Nacional, calificaba el régimen carcelario como “duro y agobiante”, lo que provocaba que “a la larga debe derrumbarse la voluntad, la iniciativa y hasta el natural discernimiento”, fruto del encierro constante, el silencio obligatorio y la inactividad en las celdas (1956, p. 20). Al mismo tiempo que salían a la luz los padecimientos de la prisión política durante el peronismo, el gobierno provisional encarcelaba a militantes y funcionarios, cifra que las estimaciones calculan en alrededor de 50.000 peronistas recluidos entre 1955 y 1958. Para César Seveso, esto significó que los militantes descubrieran “un aparato represivo de vastas proporciones y objetivos bien definidos” (Seveso, 2009, p. 139). La persecución y la tortura formaron parte, según el autor, de una “pedagogía política autoritaria”, que contó con una “ferviente colaboración de radios y revistas”. Si bien las experiencias de la prisión política bajo la “Revolución Libertadora” ocuparon un lugar destacado en la prensa de la resistencia peronista, también fueron objeto de atención periodística en los medios de circulación nacional. La historiografía prestó menos atención a las acusaciones que se llevaron a cabo durante estos años, que se convirtieron en objeto de debate y discusión política.
La aparición de denuncias públicas sobre la situación de los presos políticos peronistas comenzó tras el fallido intento de complot del 9 de junio de 1956. En Tucumán el abogado Antonio Moreno, dirigente de la intransigencia radical, denunciaba torturas a militantes en la Cárcel de Villa Urquiza de dicha provincia. La revista Qué sucedió en 7 días se hacía eco de la noticia que había publicado el diario provincial La Gaceta, señalando que “la noticia de torturas a presos políticos ha ganado estado público: es el comentario de todos los medios locales”, y daba espacio a las afirmaciones del abogado: “la defensa es inviolable y a ella tienen derecho todos los argentinos que habitan el suelo. En cuanto a los peronistas, advierte que, aunque su partido político está proscripto, ellos son también personas humanas”.17 Que esta revista fuese crítica de las torturas no debe sorprender. Como ha destacado María Estela Spinelli, la publicación constituyó una empresa político cultural no partidaria cuyo éxito radicó en conglomerar a diversos sectores políticos “tolerantes” con el peronismo, y a partir de mediados de 1956 “pasó a una oposición creciente hacia el gobierno y sus aliados” (Spinelli, 2005, p. 251).
Si bien las autoridades militares a cargo del establecimiento provincial negaban las acusaciones, el abogado persistía en la existencia de apremios ilegales por parte de los funcionarios. Y apuntaba que, entre los tormentos que habían sufrido en las cárceles, “se simuló fusilamiento a los detenidos José A. Ramírez y Antonio Rosario Leyes; fue golpeado Agustín Ávila por Gessen y el capitán Machado y lo tuvieron cinco días sin dormir ni alimentarse (…)”. Asimismo, el defensor explicaba que uno de los arrestados, Luis Escurra Santillán, se encontraba “detenido con su esposa y dos hijos de corta edad”. La nota culminaba haciendo un llamado a esclarecer las denuncias, ya que “la opinión popular quiere saber qué hay de cierto”. Y recordaba un hecho alentador: “el ministro del Interior de la Nación, doctor Landaburu, pidió no hace mucho sanciones ejemplares contra dos policías entrerrianos acusados de torturas a detenidos”.
El caso escaló a medida que pasaban los días. La publicación de esta información en el periódico Mundo Argentino llevó a que su director, Ernesto Sábato, renunciase a su puesto por discrepar con el interventor militar de la Empresa Haynes que editaba el diario, el coronel Julio Cesar Merediz. Para la revista Que sucedió en 7 días, esta situación merecía condenarse: “No es fácil concebir que un interventor y un periodista hayan podido divergir sobre los respectivos méritos o deméritos del tormento físico como método para alcanzar la verdad”.18 La divulgación de estas denuncias derivó en otro conflicto público relacionado con la libertad de prensa. Las críticas de Sábato apuntaban a las paradojas que significaban las prácticas poco respetuosas de los derechos de los detenidos en las prisiones. Luego de renunciar, Sábato no sólo reiteraba sus acusaciones sobre torturas, sino que iba más allá al apuntar que las vejaciones en las instituciones de encierro “contradecían el móvil más profundo de la Revolución Libertadora”. Según el escritor, si la interrupción del régimen peronista se justificaba en la falta de “respeto a la persona humana inherente al régimen depuesto”, reproducir las mismas prácticas entraba en franca contradicción con los principios que declamaba el gobierno provisional: “si la inviolabilidad de la persona humana era burlada bajo este régimen, ninguna diferencia subsistiría entre él y el anterior”.19
Asimismo, esta situación posibilitó que salieran a la luz otras de carácter similar en los establecimientos carcelarios. A lo sucedido en Tucumán se añadían otros episodios de apremios en diferentes prisiones. Bajo el título “Nueva y grave denuncia”, Qué sucedió en 7 días se refería a cambios en el cuerpo médico de la Prisión Nacional y de la Penitenciaría Nacional, ambos establecimientos dependientes de la DNIP. Según informaba la revista, estos reemplazos obedecían a los reclamos por torturas que habían realizado los antiguos médicos. El relato brindaba datos precisos:
En julio ya habían comprobado varios casos de tortura (…) y todos ellos habían sido objeto de torturas sin lugar a dudas en forma sistemática y refinada. El cuerpo médico puso en conocimiento nuevamente a las autoridades de esos hechos y ante el silencio de las autoridades correspondientes, el cuerpo médico prefiriendo no darle trascendencia pública en esos momentos, entrevistó a la Dra. Moreau de Justo, quien habló con el contraalmirante I. Rojas. Fueron llamados en nombre de éste por su edecán cap. Sánchez Sañudo, a quien le entregaron un informe firmado completo de las torturas. En esa oportunidad hicieron presente a las autoridades que el Dr. Julio A. Alfonsín, Director Nacional de Institutos Penales, repuso a casi todos los torturadores que el Ministro Landaburu declaró cesantes por cargos gravísimos comprobados y hechos públicos, consignados en la Orden del Día N° 952 y siguientes, de la repartición. No sólo llegaron a conocimientos del Ministro las denuncias de las notas, sino también fue informado de las torturas el Dr. Luis Boffi, Dirección de Sanidad de Institutos Penales y el Dr. Del Gesso, médico tisiólogo.20La nota dejaba en claro que las denuncias sobre torturas que realizaban los miembros del cuerpo médico sólo habían surtido efecto con la intervención de figuras políticas, como evidencia la participación de Alicia Moreau de Justo, quien tuvo que recurrir al vicepresidente para terciar en la grave situación que se daba con los presos políticos de los establecimientos de castigo en diferentes puntos del país. La crónica proseguía con otras acusaciones, esta vez inculpando a los funcionarios de la Comisión Investigadora por llevar a detenidos de la Prisión Nacional al segundo piso del Congreso Nacional, donde aquella funcionaba. Según la revista, allí se extraían confesiones “tortura[ndo] presos (…) Esto dio motivo a un motín de los presos políticos quienes tuvieron un triunfo inmediato al suspenderse la práctica de sacar a la gente de la prisión”.21
Finalmente, la publicación culminaba su campaña en contra de las torturas requiriendo la opinión de referentes políticos y expertos sobre esta espinosa cuestión que había tomado estado público. Justificaba la encuesta debido a que las acusaciones vertidas en sus páginas “hirieron la sensibilidad pública que deseaba olvidar que este sistema había sido norma habitual hasta hace un año”.22 La revista criticaba que los principales diarios de circulación nacional hubiesen prestado poca atención a estas noticias, que para ellos “enturbian el historial del proceso revolucionario”. Por eso reiteraban que las denuncias que aparecían en los números anteriores de la revista estaban basadas en “testimonios fehacientes”.23
Muestra del impacto que estos episodios generaban lo revela el unánime repudio partidario frente a estos hechos. La revista publicaba: “Todos están de acuerdo: Hay que acabar con la tortura y los torturadores”.24 Entre los ocho entrevistados se hallaba el radical intransigente Oscar Allende, quien declaraba en forma taxativa: “El gobierno provisional tiene la obligación política y moral de aclarar las torturas y de disponer de una buena vez que desaparezcan estos peligrosos sujetos”. Otro de los entrevistados era un versado en la materia: el radical Santiago Nudelman. Su voz crítica en la Cámara de Diputados sobre los encarcelamientos a opositores durante el peronismo lo colocaba como referente y autoridad en la lucha contra los tormentos en las prisiones políticas. Como él mismo reconocía:
He sido implacable acusador de los torturadores y de las torturas durante la tiranía depuesta, porque agravian la dignidad humana y son incompatibles con el grado de civilización alcanzado por el país. Esa es mi respuesta de ayer y es también la de hoy y de siempre, frente a los que desprestigian la institución policial y judicial, amparándose en la investidura para cometer esta clase de crímenes de lesa humanidad. Por eso creo que en todos los casos debe investigarse con toda severidad, para aplicar la debida sanción, frente a la responsabilidad del que hubiese dispuesto o ejecutado torturas.Claro está que es necesario también ponerse a cubierto de los que, especulando con el dolor y el sufrimiento ajeno, utilizan la mentira para el descrédito de la justicia o del gobierno.25Las acusaciones de torturas y vejámenes colocaron en la agenda pública la situación de los presos políticos bajo la “Revolución Libertadora”. Esto generó que el por entonces director de Institutos Penales, el abogado Julio Alfonsín, diera un paso al costado y asumiera en los meses posteriores, más precisamente en octubre de 1956, el coronel Florentino Piccione. En noviembre de ese año, el nuevo interventor dispuso una de las medidas más importante de la gestión penitenciaria del gobierno provisional: la reforma de la ley 11.833. La designación de un grupo de trabajo con el objetivo de redactar el proyecto, que explicamos en el apartado anterior, se enmarcó en este contexto conflictivo. De esta manera, las acusaciones reveladas por la prensa permiten comprender mejor los cambios en la gestión penitenciaria del gobierno de Aramburu y las tensiones políticas que ocasionaba el encarcelamiento de peronistas. Las denuncias sobre la falta de garantías mínimas en el trato de presos políticos dejaban expuesto al gobierno provisional, que no lograba terminar con las prácticas que se había propuesto eliminar al tomar el poder.
La fuga de 1957 y su impacto político
En marzo de 1957 las cárceles nacionales volvieron a estar en el centro de la atención pública, esta vez de forma más prolongada y visible. Las razones no obedecían a denuncias por torturas, vejámenes o apremios ilegales. Una espectacular fuga que tuvo como protagonistas a exfuncionarios peronistas ocupó las principales tapas y páginas de la prensa: el 18 de marzo de 1957, seis dirigentes peronistas se fugaron de la cárcel de Río Gallegos ubicada en la provincia de Santa Cruz.26 Este episodio ponía de relieve las dificultades del gobierno provisional en administrar los establecimientos de castigo. Los involucrados eran figuras reconocidas del gobierno justicialista: Jorge Antonio (empresario vinculado al gobierno), Guillermo Patricio Kelly (jefe de la Alianza Libertadora Nacionalista), José Espejo (exdiputado nacional y exsecretario general de la CGT), Héctor Cámpora (expresidente de la Cámara de Diputados de la Nación), John William Cooke (exdiputado nacional y expresidente del Partido Peronista) y Pedro Andrés José Gomis (exdiputado nacional).
Los exfuncionarios habían estado alojados en el presidio de Ushuaia que, luego de su clausura en 1947 durante la gestión de Pettinato, había sido puesto en funciones tras el golpe de Estado de septiembre de 1955. Destino célebre de los presos políticos del gobierno provisional, los involucrados habían pasado más de un año confinados allí. A fines de 1956, en ocasión de la visita del vicepresidente del gobierno provisional a la región austral, el contraalmirante Isaac Rojas, se decidió trasladarlos a un pabellón especial del penal de Río Gallegos, “previas consultas encaminadas a establecer si éste ofrecía garantías de seguridad”. Para La Nación, la fuga de “los más altos jerarcas del dictador depuesto” había sorprendido al “país entero” y “sacudió la sensibilidad popular”.27 Como anunciaba el matutino, el episodio suscitaba la atención por la cantidad de los evadidos y la jerarquía que tenían. Por eso, aclaraba que la noticia despertaba la inquietud pública e impactaba en las autoridades, quienes debían esclarecer el episodio. Según reproducían diarios y revistas, para escapar de la cárcel los evadidos habían contado con la colaboración del guarda del pabellón, Juan de la Cruz Ocampo, y una vez afuera, con la asistencia de un familiar de Jorge Antonio. La fuga se produjo por la noche, y recién por la mañana las autoridades la descubrieron, cuando los presos ya se encontraban en el país limítrofe. El paso a Chile no presentó mayores obstáculos, ya que, como afirmaba La Nación, “la fiscalización de las fronteras en esas regiones es muy pobre”.28
La extensa cobertura de la prensa puede comprenderse mejor si nos detenemos en las diferentes situaciones y derivas que generó el suceso. En primer lugar, diarios y revistas se abocaron a comprender las causas que posibilitaron el escape y esclarecer quiénes eran los responsables. Si bien todos coincidían en la colaboración de uno de los guardiacárceles, los periodistas colocaban en la lente el accionar de la DNIP. La Prensa aseveraba que “No hay duda de que aquella operación fue preparada hace mucho tiempo”,29 lo que hacía evidentes las fallas de la administración del establecimiento en prevenir el episodio. Por ese motivo, el director de la repartición nacional salió rápidamente a brindar información a la prensa. Según sus palabras, el 26 de diciembre de 1956 había dado aviso, mediante telegrama a los diferentes establecimientos bajo su dependencia, para que se extremaran las medidas de seguridad por la posibilidad de que ocurrieran intentos de fuga. Las autoridades nacionales buscaban así desligarse de la responsabilidad del hecho. Si bien no hubo una rápida comunicación oficial ni precisiones sobre la evasión, el coronel Piccione, entrevistado por los periodistas a la salida de la DNIP, aclaraba que, a pesar de los resguardos tomados, “cuando existe la deslealtad y complicidad de un funcionario la seguridad desaparece”.30 El responsable de las cárceles nacionales detallaba que en el establecimiento patagónico se encontraban alojados 67 recluidos; ocho estaban detenidos a disposición del Poder Ejecutivo, y seis de ellos eran los protagonistas de la fuga. Con respecto al personal de la cárcel, explicaba que estaba compuesto por diez funcionarios superiores que realizaban tareas en la dirección, mientras que 51 funcionarios de la plana inferior, suboficiales y personal de tropa se responsabilizaban de las “tareas de ejecución y vigilancia directa de los presos”.31
A pesar de la rápida reacción de los funcionarios nacionales para tomar distancia en la responsabilidad del conflicto, Noticias Gráficas, en su sección “Comentarios”, desconfiaba de la versión gubernamental. Para la revista, la sorpresa se debía a que las autoridades tenían que haber redoblado los esfuerzos para garantizar la custodia de presos de tal magnitud. Por ende, les recriminaba no haber dispuesto la seguridad que el encarcelamiento de tales figuras suponía. En este sentido, explicaba:
No deja de aumentar la perplejidad pública el conocimiento extraoficial de los singulares detalles de esa fuga. Admítese, como hecho fácilmente comprobable, que la fiscalización y vigilancia de tales prisioneros, incursos en una serie de delitos notorios, no ofreció los recaudos severos y minuciosos de seguridad resultantes elementales.No hay duda que han de investigarse los hechos y establecerse las responsabilidades, y que ha de sancionarse severamente a los culpables. La opinión pública lo exige.32Asimismo, La Prensa puntualizaba que, de haber permanecido los evadidos en el penal de Ushuaia, donde eran custodiados por fuerzas de infantería de la marina, “su evasión no se hubiese producido”.33 Por lo tanto, eran varias las voces que consideraban que el problema se debía a las medidas y decisiones políticas tomadas por las autoridades de la DNIP, que habían decidido los traslados y no cumplido con los resguardos necesarios. La dimensión de la fuga dejaba expuestas las falencias de la administración en la custodia de presos considerados figuras políticas relevantes, lo que le daba mayor resonancia al episodio. Todos los diarios se hicieron eco de la noticia y publicaban la información que llegaba por diferentes canales, trascendidos y rumores. A pesar de que el episodio despertaba “gran expectativa popular, que se tradujo en la gran cantidad de público que se agolpó en las pizarras de los diarios”, la falta de información oficial habilitaba que la prensa reconstruyera los pormenores a partir de testigos o personas cercanas al establecimiento.34
En medio del revuelo y de las versiones cruzadas que incitaba la fuga, el presidente del gobierno provisional tomó la decisión de exonerar al director de la DNIP, el coronel Florentino Piccione. En su reemplazo, quedó a cargo de la intervención de la DNIP el general Rodolfo Larcher, que conducía la Gendarmería Nacional. Los diarios sostenían que, luego de reunirse con el ministro de Educación y Justicia, Piccione se había negado a tomar acciones para garantizar la seguridad en el resto de los establecimientos penitenciarios, por lo que el presidente provisional había decidido apartarlo de su puesto. Por su parte, Clarín comentaba que el presidente Aramburu había firmado el decreto exonerando al director Nacional de Institutos Penales por responsabilizarlo de la fuga. No cabía duda para el diario de que “Al margen de estas versiones, se sabe que habría existido un amplio y progresivo plan de fuga de presos políticos, vinculado con la llevada a cabo por el grupo de Jorge Antonio, en Río Gallegos”.35 Asimismo, La Prensa confirmaba que, tras la exoneración, el ministro de Educación y Justicia había suspendido la investigación iniciada por Piccione al conocerse la noticia de la fuga, debido a que los funcionarios designados en esas pesquisas recibirían sumarios administrativos por “negligencia o inconducta”.36
El nuevo interventor comenzó un nuevo sumario interno para aclarar las responsabilidades, y apartó a la seguridad del establecimiento, que quedó a cargo de hombres de su dependencia, la Gendarmería Nacional. De la misma manera, reforzó la seguridad en las cárceles que tenían detenidos políticos.37 Esto sucedió en la Penitenciaría Nacional y en la Cárcel de Encausados ubicadas en la Capital Federal, que recibieron en esos días la visita del ministro de la cartera, Acdeel Salas.38 Naturalmente, el episodio requería rápidas medidas a fin de evitar otro hecho similar, por lo que se redobló la seguridad de los detenidos peronistas, sobre todo la de aquellas figuras reconocidas. En este marco, los diarios informaban que el exgobernador de la provincia de Buenos Aires, Carlos Aloé, había sido trasladado en un avión del ejército desde la Colonia Penal de Santa Rosa a la Penitenciaría Nacional, “junto con otros diez detenidos cuyos nombres se ignoraban”.39
Los movimientos de personal y de presos políticos tras la fuga revelan el impacto político que tuvo el acontecimiento. Lo cierto es que el gobierno provisional se encontraba en un contexto de “desgaste político” y tensiones económicas que culminó con el llamado a elecciones en noviembre de ese mismo año (Spinelli, 2005, p. 290). En este marco, la evasión de la Cárcel de Río Gallegos dejaba expuestas falencias gubernamentales y sumaba tensiones políticas, que la prensa aprovechaba para cuestionar el desempeño del gobierno en materia penitenciaria. A su turno, este episodio generó conflictos internacionales que contribuían al deterioro de la frágil situación política.
En efecto, la segunda deriva de la fuga radicó en que despertó la atención de la prensa regional. Diarios de Chile y Uruguay se hacían eco de los pormenores de la evasión que los diarios argentinos reproducían. Noticias Gráficas publicaba que la evasión de los dirigentes peronistas había “causado verdadera sensación en Chile”.40 Al igual que los medios argentinos, los periódicos del otro lado de la cordillera realizaban sus propias averiguaciones y conjeturas. Al carecer de información oficial, el paso por la la frontera despertaba versiones. La Razón reproducía la información de El Siglo, diario comunista de Santiago, que sostenía que el cruce en la frontera había sido posible porque los evadidos contaban con “carnets de identificación falsificados y visas de turismo”.41 Por su parte, Clarín destacaba que los diarios locales del sur de Chile entrevistaban a los evadidos y publicaban sus declaraciones. Por ejemplo, al día siguiente de la fuga Jorge Antonio brindó una breve entrevista. El empresario vinculado al peronismo lanzaba declaraciones a la prensa local que buscaban generar impacto: “resultó al final un juego de niños, pero estábamos dispuestos a jugarnos la vida para lograr la libertad (…) Cuando mis hijos lo sepan se divertirán en grande”. Y la nota del diario argentino que reproducía la entrevista al empresario peronista citaba que los presos fugados habían “recorrido casi todas las cárceles de la Argentina. Y que permanecieron 16 meses en prisión”.42
En particular, los periódicos chilenos afirmaban que el pedido de asilo político había sido concedido, y que el gobierno argentino había iniciado las gestiones para solicitar la extradición. El ministro de Relaciones Exteriores de Chile, Osvaldo Sainte Marie, confirmaba que para el gobierno argentino los prófugos eran “presos comunes, no presos políticos”. Por tanto, la Corte Suprema del país trasandino debía decidir sobre el pedido de las autoridades argentinas, atendiendo a la Convención de Montevideo de 1933 a la que adherían ambos países. Asimismo, La Nación divulgaba información del diario La Unión de Valparaíso. Aclaraba que dicho medio “se ha destacado como antiperonista” y que en su editorial solicitaba al gobierno chileno que los fugitivos fueran alejados del país a la mayor brevedad posible: “nuestro gobierno ni debe ni puede hacerse involuntariamente cómplice de conspiradores y evadidos, cuya trayectoria es turbia y cuyos procesos por delitos son serios”.43 De la misma manera, Clarín se hacía eco de la cobertura de El Mercurio. Reproducía el editorial titulado “El caso de refugiados peronistas”, que calificaba el pedido de asilo de los evadidos como “un típico caso de lo que en el lenguaje jurídico se denomina refugio territorial o asilo político que se gobierna dentro del derecho internacional americano por ciertos principios que se vienen plasmando desde hace más de medio siglo”. Y añadía datos a tener en cuenta en el examen del pedido de extradición que había realizado el gobierno argentino, remarcando el carácter de perseguidos políticos de los evadidos: “El refugio político configura, según se ve, una situación en que aparece un individuo sindicado de delincuente político, un estado que lo persigue y un estado que le otorga hospitalidad en razón de no ser delincuente común”.44
Por su parte, La Razón replicaba la cobertura de la prensa uruguaya. En particular, señalaba que las estaciones de radio, al dar la información de la fuga, recordaban los “diversos tipos de delitos cometidos por los prófugos y particularmente la degradante obsecuencia con que sirvieron al ex dictador”.45 En la misma nota, el diario argentino dedicaba espacio a traducir fragmentos del editorial del The New York Times titulado “Dificultades en Argentina”. En él, el periódico estadounidense estimaba la fuga como un hecho “perturbador” para la administración de Aramburu, consideraba a los evadidos “peligrosos” y confiaba en que el acontecimiento no iba a interrumpir al gobierno provisional “en su determinación de trabajar en procura de la democracia”.46
Finalmente, la última cuestión discurrió sobre el pedido de extradición y los vericuetos legales de la situación de los fugados en el país trasandino. En este caso, los diarios se permitían manifestar sus opiniones y puntos de vista. La Nación sostenía que la evasión suscitaba el comentario en diversas reparticiones estatales por las implicancias que podría aparejar en el orden internacional, puesto que el derecho de asilo “firmemente sostenido en todo momento por América” no aparecía totalmente claro en este caso, dado que los refugiados eran evadidos de un establecimiento carcelario en el cual se encontraban a la espera del dictamen de la justicia común.47 Si bien la cobertura de la prensa se limitaba a informar, y los medios compartían en sus notas datos similares, respecto de este punto el diario Noticias Gráficas, en su sección “Comentario”, se permitía publicar una opinión titulada “Lo que esperamos”. Allí cargaba contra lo que consideraba una “seria responsabilidad moral” del país vecino en la extradición de los fugados.48 La columna de opinión aclaraba que el derecho de asilo sólo podía aplicarse “exclusivamente” a refugiados políticos, que no era el caso de los evadidos de la cárcel de Río Gallegos. El comentario consideraba: “Los cómplices del ex dictador son, para decirlo en lenguaje judicial más claramente directo, procesados por delitos ordinarios”. Y sembraba dudas sobre la colaboración del país vecino a los fugados en su periplo. Aseguraba que la fuga había sido planeada desde el exterior, y que desde Chile se “facilitó la evasión”, en particular en el cruce de la frontera, que había ocurrido con “notable normalidad”. Por eso, recalcaba: “Los prófugos no son paracaidistas que llegaron sorpresivamente por el aire: son viajeros que penetraron el territorio vecino sin ningún inconveniente”.49
La revista Ahora, en el tono sensacionalista que la caracterizaba, titulaba en su portada “¡Chile debe entregarlos!”, con una foto de los fugados. La revista gráfica, que manifestaba una alineación con el gobierno provisional (Pulfer, 2022), no dudaba en lanzar epítetos burlones contra los evadidos: Guillermo Kelly era llamado “el pistolero aliancista”; Cámpora, “maleante vulgar” disfrazado de diputado, y Espejo, el “valet del peronato en la C.G.T.”. El corresponsal enviado al sur de Chile, el periodista Macos Chandía, pudo entrevistar a los miembros de la fuga. Si bien la revista no brindaba información novedosa, pudo reconstruir algunos de los aspectos del episodio y extraer declaraciones a los protagonistas. El cierre de la nota exigía que el país trasandino entregase a los fugitivos, dado que la justicia argentina los calificaba de delincuentes comunes, “que no tienen categoría de presos políticos”. Por eso consideraba procedente la extradición, ya que no podía ser Chile “un refugio de maleantes”. En el mismo sentido, la revista gráfica Así se preguntaba por qué se había elegido ese país para pedir asilo, y criticaba la benevolencia con los simpatizantes del “régimen derrotado”.50 Volvía a insistir, al igual que su homólogo Ahora, en que los evadidos eran procesados por delitos comunes, por lo que no debía otorgarse la extradición.
El pedido formal de extradición finalmente se elevó a la Corte Suprema de Justicia chilena, que tenía 60 días para expedirse sobre la cuestión. Mientras tanto, el gobierno de Ibáñez del Campo estableció la prisión preventiva para los seis evadidos y su traslado a Santiago de Chile a la espera de la resolución judicial.51 Más allá del desenlace sobre la situación legal de los protagonistas de la fuga, lo cierto es que por varias semanas la atención de la prensa reposó en la prisión política, generó debates sobre la calificación de la situación legal de aquellos, tensionó la política carcelaria del gobierno provisional, devino objeto de preocupación y escrutinio público, y generó enconadas opiniones sobre derecho internacional.
Las diferentes derivas de este episodio habilitaron a la prensa a destacar las deficiencias de la burocracia penitenciaria en la seguridad de los presos a disposición del Poder Ejecutivo lo que, como ya dijimos, le costó el puesto al Director Nacional de Institutos Penales, el coronel Florentino Piccione. De la misma manera, la atención de la prensa regional también ponía de manifiesto las tensiones en el plano internacional que la fuga provocaba para el gobierno provisional. Por último, los vericuetos legales sobre el pedido de extradición y la definición de los delitos de los que se acusaba a exdirigentes peronistas colocaban sobre el tapete si estos debían ser considerados presos comunes o presos políticos. Nuevamente, los cambios en la dirección de la agencia encargada de las cárceles nacionales se comprenden a la luz de los conflictos que la situación de los presos políticos de la Revolución Libertadora generó, y a la forma en que aquellos marcaron las turbulencias de las prisiones del gobierno posperonista.
A modo de conclusión
La prisión política bajo la autodenominada “Revolución Libertadora” ha merecido diversos análisis. En particular, se ha reconstruido la experiencia del encarcelamiento de militantes y dirigentes peronistas, sus condiciones y los padecimientos que sufrieron. Este trabajo se propuso un camino diferente: reconstruir los conflictos carcelarios, las discusiones públicas que generaron y su relación con las tensiones que sacudieron al gobierno que se instauró tras el golpe de Estado de septiembre de 1955. Justamente, hemos demostrado la forma en que las acusaciones de torturas y vejámenes, así como la fuga de exdirigentes peronistas encarcelados en marzo de 1957, provocaron amplias repercusiones y discusiones públicas, que no estuvieron exentas de críticas a la situación de los presos políticos durante estos años.
En el primer apartado realizamos una breve caracterización de la política penitenciaria del gobierno provisional, reconstruyendo las iniciativas y orientaciones que se delinearon entre 1955 y 1958. El objetivo gubernamental de desandar la experiencia peronista implicó para las autoridades tomar dos medidas de peso: derogar leyes sancionadas entre 1946 y 1955 que habían permitido la represión de la oposición, y establecer un nuevo marco legal para las prisiones nacionales. Si bien el establecimiento de una nueva ley penitenciaria llegó a buen puerto a principios de 1958, la adopción de normas internacionales sobre el trato a los penados no pasó de la legislación a la práctica en los establecimientos.
En este sentido, la segunda sección del trabajo buscó indagar en las acusaciones de persecución bajo el gobierno peronista, enmarcadas en la proliferación de denuncias contra el “régimen depuesto”. Asimismo, se examinaron las críticas sobre diferentes episodios que aparecieron en las páginas de la revista Que sucedió en 7 días. Las críticas a torturas y vejámenes que sufrieron diferentes presos en establecimientos carcelarios del país contradecían la prédica oficial, que buscaba dejar atrás la etapa peronista, y en particular, el uso político de las prisiones asociado a los diez años de gobierno de Juan Domingo Perón. Las voces que clamaban por el esclarecimiento de dichos acontecimientos tensionaban la prédica del gobierno provisional y dejaban al descubierto la faceta autoritaria de la política penitenciaria de la “Revolución Libertadora”.
Por último, en la tercera parte del artículo hemos analizado la fuga de marzo de 1957, cuando seis exdirigentes peronistas escaparon de la cárcel de Río Gallegos y lograron cruzar a Chile. La cobertura de la prensa escrutó la gestión carcelaria e iluminó las fallas en la seguridad, responsabilizó a las autoridades carcelarias nacionales y se hizo eco de los conflictos políticos que generaba el hecho. La repercusión en el ámbito regional y las tensiones internacionales sobre la pertinencia del pedido de extradición colocaban en una posición difícil a un gobierno provisional que atravesaba momentos turbulentos en el plano político. En este marco, la exoneración del director Nacional de Institutos Penales dejaba en claro las consecuencias gubernamentales que tuvo la evasión y las dificultades que debió sortear la gestión penitenciaria nacional.
Al reponer la conflictividad de los establecimientos penales y su discusión pública en diarios y revistas, buscamos iluminar la delicada situación que generaba el encarcelamiento de militantes y dirigentes peronistas para la “Revolución Libertadora”. Los conflictos abordados cuestionaban la prédica oficial de saneamiento institucional del gobierno provisional, mostraban las contradicciones de la política penitenciaria y tensionaban el objetivo de restituir las libertades y el imperio de la ley tras la clausura de la experiencia peronista. En este sentido, el gobierno de facto de Pedro Aramburu estableció un nuevo marco legal para las cárceles nacionales, pero no logró llevar a la práctica el respeto de los derechos y garantías a los penados, al mismo tiempo que continuaba haciendo un uso político de las prisiones. Las denuncias de torturas y vejámenes, así como las fallas de seguridad que dejaba en evidencia la fuga de dirigentes peronistas encarcelados, contribuyen a comprender mejor los límites y contradicciones de que fueron objeto las cárceles tras el golpe de Estado de septiembre de 1955.
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Notas
Recepción: 28 Julio 2023
Aprobación: 26 Septiembre 2023
Publicación: 01 Noviembre 2023