Artículos
Por el bien de los niños: maternidad y cuidado en las disputas por la tenencia de los hijos, 1980-2000
Resumen: A partir del análisis de expedientes en los que se disputaba la tenencia de los hijos de parejas que habían atravesado una separación o un divorcio, este artículo muestra que, aunque las autoridades judiciales pocas veces daban lugar a los pedidos de los padres por la tenencia de sus hijos, sus demandas abrían un proceso de atento escrutinio sobre las mujeres, que involucraba tanto su moral sexual como su capacidad de cuidar, actualizando la figura del niño en “peligro material y moral”. La necesidad de sostener económicamente sus hogares y al mismo tiempo brindar un hogar seguro a sus hijos era frecuentemente un imperativo imposible de cumplir. En cambio, los padres se presentaban como garantes del bienestar material y moral de los niños, que, alegaban, sus exparejas no podían sostener. La mirada sobre las mujeres separadas o divorciadas permite poner en un primer plano no solo las desigualdades y la conflictividad que atraviesan la vida familiar, sino también las limitaciones que imponían ciertas condiciones materiales de vida sobre la capacidad de desarrollar unas formas de cuidado que otros actores, en este caso sus exparejas, presentaban como condición básica para el bienestar de los niños.
Palabras clave: Maternidad, Divorcio, Cuidados, Condiciones Materiales de Vida.
For the sake of the children: motherhood and care in child custody disputes, 1980-2000
Abstract: Based on the analysis of files in which the custody of the children of couples who had gone through separation or divorce was disputed, this article shows that, although judicial authorities rarely granted the fathers' requests for custody of their children, their demands opened a process of close scrutiny of the women, which involved both their sexual morality and their capacity to care for their children, updating the image of the child in “material and moral danger”. The need to financially sustain their households while providing a safe home for their children was often an impossible imperative to fulfill. Instead, fathers presented themselves as guarantors of the children's material and moral well-being, which, they claimed, their ex-partners could not sustain. Looking at separated or divorced women allows to foreground not only the inequalities and conflicts that permeate family life, but also the limitations imposed by certain material living conditions on the ability to develop forms of care that other actors, in this case their ex-partners, presented as a basic condition for the well-being of the children.
Keywords: Motherhood, Divorce, Care, Material Living Conditions.
Introducción
En noviembre de 2000, César Antonini presentó una demanda ante los tribunales de Mar del Plata para reclamar la tenencia de su hija, Carolina, que tenía entonces 5 años. Carolina vivía con su madre, Esther Miranda, con quien César había convivido en concubinato durante 10 años, hasta que, apenas un mes antes del inicio del juicio, Esther lo dejara. César justificaba su demanda en la inestabilidad emocional de Esther, que varias veces había abandonado temporalmente el hogar en el que convivían dejando también a sus hijos de parejas anteriores, y en el “peligro material y moral” en el que estaba Carolina: Esther y la niña vivían con una amiga y sus hijos, el mayor de los que, a menudo y con solo 16 años, quedaba a cargo del cuidado de los más pequeños. Indicaba que Carolina “juega sola en la vereda sin que un mayor responsable la cuide”, lo que había redundado en que hubiera sido mordida por un perro, trasladada de urgencia al hospital, y lesionada en una de sus piernas. Señalaba, además, que el lugar donde vivían era “tan precario que no cuenta con una habitación para Carolina”, por lo que ella “duerme en un colchón en el piso de la cocina".1
La demanda de César se adecuaba a lo previsto por las normativas vigentes y la doctrina jurídica de la época. Luego de un divorcio o separación, si los padres no podían ponerse de acuerdo sobre la tenencia de sus hijos -que en la mayor parte de los casos quedaba a cargo de las madres-, los jueces debían decidir tomando como criterio el bienestar de los niños. Para los niños menores de 5 años, sin embargo, la madre tenía preferencia, con la excepción de aquellos casos en que “hubiese abandonado a los hijos, o si se probare que su inconducta, el trato que les dispensa, etc., afectan la salud física o moral de los niños".2
En efecto, luego de una separación o divorcio, las madres eran quienes habitualmente quedaban a cargo de los hijos. Sin embargo, aunque no era frecuente y los jueces rara vez fallaban en su favor, no eran pocos los padres que, como César, la demandaban, abriendo un proceso de atento escrutinio sobre las mujeres, que involucraba tanto su moral sexual como su capacidad de cuidar. Las condiciones materiales de vida en las que quedaban luego de la ruptura conyugal eran muchas veces utilizadas como argumentos para poner en cuestión su capacidad de maternar. La necesidad de sostener económicamente sus hogares y al mismo tiempo brindar un hogar seguro a sus hijos era frecuentemente un imperativo imposible de cumplir. En contraste, los padres que demandaban la tenencia de sus hijos se presentaban como garantes del bienestar material y moral de los niños, que, alegaban, sus exparejas no podían sostener. ¿Qué impacto tenía el divorcio o la separación en las nociones de maternidad? ¿A partir de qué parámetros materiales y morales se evaluaba a las madres divorciadas? ¿De qué manera impactaban las condiciones materiales de los hogares encabezados por mujeres en la forma en que se evaluaba su maternidad?
Este caso nos permite reflexionar sobre el tipo de conflictos a los que podían dar lugar las separaciones y los divorcios, que crecieron de manera sustantiva en las décadas de 1980 y 1990, de la mano de cambios legales como la sanción de la Ley de Patria Potestad, en 1985, y Ley de Divorcio Vincular, en 1987. Entre 1960 y 1980, el porcentaje de personas separadas o divorciadas en el país pasó del 0,6% al 2,1% de la población, y al 3,8 % en 1990 (Sana, 2001). Los hogares monoparentales, por otra parte, crecieron más de un 40% entre 1980 y 1990, alcanzando un total de 1.246.000, entre los que 3 de 4 estaban encabezados por mujeres (Torrado, 2003). Esas transformaciones fueron ubicadas por los contemporáneos como parte de la promesa de democratización no solo política, sino también social, que implicó el retorno al orden institucional en 1983 (Adair, 2023), y que incluyó, entre otras cosas, la demanda de la igualación de los derechos de las mujeres y los varones en el ámbito familiar (Grammático, 2021).
En este artículo muestro cómo la figura del niño “en peligro material y moral” -clave en la historia de las intervenciones estatales sobre las infancias (Freidenraij, 2016; Stagno, 2019; Villalta, 2012, 2021; Zapiola, 2019) - fue recuperada y actualizada en los juicios en los que los padres separados o divorciados reclamaban la tenencia de sus hijos. A pesar de que los jueces solían fallar a favor de las mujeres, estos expedientes permiten reconstruir las disputas sobre lo que significaba ser una buena madre en un escenario marcado por transformaciones significativas en el mundo doméstico, la participación de las mujeres en el mercado de trabajo y fuertes crisis económicas. En particular, muestro cómo la apelación a la figura del peligro material y moral por parte de los padres contribuyó a limitar la ampliación de los derechos de las mujeres y la “democratización” de las relaciones familiares con las que se asociaron los cambios normativos incorporados en la década de 1980 al ordenamiento legal (Pecheny, 2010). En este sentido, el artículo se ubica en una línea analítica que ha destacado los efectos ambivalentes que las leyes de divorcio tuvieron sobre las desigualdades de género a lo largo de la historia (Cartabia et al., 2022; Ramacciotti et al., 2015; Valobra y Giordano, 2013; Valobra y Queirolo, 2022).
La maternidad, la paternidad y la infancia han sido objeto de análisis histórico desde hace décadas. Si el clásico libro de Ariès, El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, abrió una serie de debates respecto de la historicidad del amor hacia los hijos y la forma en la que socialmente se construyen las nociones de infancia, los estudios feministas y de género problematizaron la noción de “instinto maternal”, así como las desigualdades articuladas en torno de la maternidad y la paternidad y su carácter político (Badinter, 1991; Nari, 2004; Calandria, 2021). Retomando estas líneas analíticas, la historia de los modelos de crianza y de la incidencia en ellos de distintos campos discursivos -como el de la medicina y los saberes psi, pero también la publicidad- ha permitido evidenciar los cambios en la relevancia de la dimensión afectiva, del cuidado y la provisión material en las relaciones entre padres e hijos; la forma en que se definía la autoridad en las relaciones familiares; la construcción de la felicidad de los niños como responsabilidad parental, entre otros elementos (Cosse, 2010; Rustoyburu, 2019; Stearns & Stearns, 1985; Strange, 2015; Tosh, 1999)
Ahora bien, la mayor parte de esos análisis se ha centrado, ya en las prescripciones sobre la vida familiar y en las intervenciones estatales que buscaron regularla, ya en las experiencias de la elite o los sectores medios. En este sentido, a diferencia de otros registros utilizados en la historia de la familia, las fuentes judiciales en las que se basa el presente artículo brindan información sobre un espectro social más amplio, puesto que en ellos aparecen familias de distintos estratos sociales, entre las que predominan las de origen trabajador (Vallgårda & Bjerre, 2016). Aún más, la mirada sobre las mujeres separadas o divorciadas permite poner en un primer plano no solo las desigualdades y la conflictividad que atraviesan la vida familiar, sino también las limitaciones que imponen ciertas condiciones materiales de vida a la capacidad de desarrollar unas formas de cuidado que otros actores, en este caso sus exparejas, presentaban como condición básica para el bienestar de los niños (Griffin, 2018, 2020). Como han mostrado distintas etnografías que han problematizado la intervención estatal sobre la maternidad, la infancia y la familia (Ciordia y Russo, 2013; Fonseca, 1998; Graziano y Grinberg, 2021; Villalta et al., 2019), los registros judiciales permiten observar cómo el foco puesto en el bienestar de los hijos generó formas específicas de impugnación de la capacidad de cuidar de las madres, en especial de aquellas que trabajaban fuera de su hogar.
Tomo como caso de análisis localidades ubicadas al sudeste de la provincia de Buenos Aires. Si a partir de los años sesenta, el divorcio fue crecientemente aceptado en Buenos Aires, en otros espacios, incluso cercanos, como las localidades bonaerenses que se abordan en este texto, las miradas fueron más ambivalentes (Cosse, 2010). En este sentido, tomo expedientes iniciados en los departamentos judiciales de Dolores y Mar del Plata, que incluyen estas localidades, pero también otras más pequeñas (como Miramar, Balcarce, Vidal, Mar de Ajó, entre otras), lo que permite considerar distintas experiencias de las rearticulaciones familiares en ámbitos sociales de diferentes características. Los trabajados en este artículo fueron seleccionados de un corpus compuesto por más de 150 expedientes de divorcio, régimen de visitas, alimentos, tenencia, división de bienes. Tomé específicamente casos en los que los padres disputaron la tenencia de sus hijos y, entre ellos, hice foco en aquellos que presentaban mayor densidad para el análisis, pero que muestran tendencias similares a las observadas en los otros casos.
El período que tomo se abre con las transformaciones en la legislación sobre familia que caracterizaron a los años ochenta, y se cierra en los tempranos dos mil, con la creación del primer Tribunal de Familia en Mar del Plata, que produjo cambios sustantivos tanto a nivel procesal, como en relación al carácter interdisciplinar de la intervención judicial, y por la percepción de los propios agentes judiciales que lo identifican como un fuero particular por el tipo de respuestas que demanda (Ciordia y Russo, 2013). Se trata, además, de un tiempo caracterizado por crisis económicas que tuvieron un fuerte impacto tanto en el nivel de ingresos, como en la participación de las mujeres en el mercado de trabajo y el crecimiento del desempleo, todos elementos clave a la hora de abordar las disputas por la tenencia y el bienestar de los niños (Wainerman, 2007).
Luego de esta introducción, el artículo está dividido en dos secciones. En la primera, se abordan casos en los que el principal argumento de los padres para demandar la tenencia de sus hijos era el del peligro que para su “salud moral” suponía vivir con su madre. En la segunda, se analizan casos en los que lo que pone en riesgo la tenencia materna son las condiciones materiales de vida que caracterizan sus hogares luego de la separación o divorcio -el peligro material-, marcadas por limitaciones económicas y por dificultades para conciliar el trabajo remunerado y el cuidado de sus hijos.
La “salud moral” en peligro
Mabel dejó a su marido, Humberto, el 21 de julio de 1984. Mabel vivía en Villa Gesell, era ama de casa, tenía 32 años. Se había casado en 1973 y era madre de un niño de 8, Nicolás, a quien llevó consigo cuando dejó el hogar conyugal, “para poder darle una mejor atención y cuidado".3 Al irse, hizo una presentación voluntaria en la comisaría para dejar asentado que lo hacía porque su esposo “le hace la vida imposible”, y también que permitía al exmarido visitar a su hijo. La situación económica de Mabel no era buena. Aunque en el expediente no hay indicios de la ocupación que desempeñaba o su nivel de ingresos, a principios de 1985, Mabel llevó a su hijo a vivir con Humberto por “su falta de tiempo y comodidades para poder criar al niño".4 Humberto era maestro mayor de obras y, aunque había atravesado situaciones difíciles con la empresa que había creado, tenía una estabilidad económica de la que Mabel carecía y que le permitía ofrecer unas condiciones materiales de vida seguras al niño. Unos meses después, sin embargo, en mayo de ese año, Mabel había ideado una estrategia para recuperar a su hijo, que implicaba mudarse a Munro, en el gran Buenos Aires, a donde podía conseguir empleo.
Enfrentado a esa situación, Humberto se presentó a los Tribunales para pedir la tenencia de Nicolás. En su pedido, señaló que la mudanza atentaba contra los intereses del niño puesto que lo alejaba de su padre, “de sus amigos y de su casa, con el consiguiente perjuicio moral".5 Para fundar su pedido, invocaba su “carácter de titular de la patria potestad"6 y ponía en cuestión la moral de Mabel y su capacidad para sostener la crianza adecuada del niño, narrando el affaire que había mantenido con quien fuera su amigo y que había redundado en la ruptura conyugal. Para Humberto, peligraba la “salud moral” de su hijo, que solo estaría a salvo si el niño se quedaba en Villa Gesell, donde él podía “controlar[lo] de cerca”, lo que era, en su mirada, “mi obligación y mi derecho".7 Aunque el tribunal no haría lugar a su pedido, Mabel terminaría aceptando que el niño volviera a vivir con su padre. En su decisión, seguramente pesó que, luego de las vacaciones de invierno que Nicolás pasó en Villa Gesell con Humberto, el niño quisiera quedarse con su padre, en lugar de volver con ella a Munro. Mabel recuperó la tenencia de Nicolás, pero solo dos años más tarde, en 1987, después de que Humberto trasladara su domicilio a Mar del Plata por razones de trabajo. Para hacerlo, tuvo que aceptar mudarse también a esa ciudad, reordenando su cotidianeidad y vida laboral a las necesidades de Nicolás. A cambio, Humberto aceptó cederle una casa para que viviera con el niño y pasarle una cuota de 200 pesos mensuales en concepto de alimentos.
Para entonces, las mujeres como Mabel tenían mayores garantías. La Ley de Patria Potestad de 1985 había equiparado sus derechos sobre sus hijos con los de los padres. En ese marco, distintas organizaciones feministas también habían llamado la atención sobre el problema del cumplimiento de la cuota alimentaria (Pérez, 2025), en un escenario en el que las sumas fijas resultaban cada vez más insuficientes debido a la fuerte inflación que se intensificaría hacia el final de la década (Adair, 2023). Sin embargo, la moral sexual de las mujeres seguiría siendo un elemento clave en las disputas por la tenencia de los hijos. Aunque, como en otros países, la inclusión en el ordenamiento legal argentino de las figuras del divorcio por común acuerdo, en 1968, y por presentación conjunta, en 1987, disminuyó el nivel de conflictividad de los juicios y la discusión de los detalles escabrosos que los habían llevado a la ruptura conyugal (Phillips, 1988; Stone, 1990; Vallgårda, 2017), las disputas sobre la tenencia eran un escenario en el que la moral sexual de las mujeres volvía a ser escrutada, no solo por sus eventuales relaciones sexo afectivas, sino por su ausencia del hogar, aún si esa ausencia se explicaba por razones laborales. Su cuestionamiento implicaba también el de su capacidad para cuidar adecuadamente a los niños, ya fuera porque lo que se discutía era que no estaban en su casa, o, como en el conflicto protagonizado por Alejandro Pérez y Andrea Fernández en Castelli en 1988, porque su conducta los exponía a un ambiente poco adecuado para la crianza.
El juicio que los tuvo como protagonistas inició con un pedido de Andrea de la tenencia provisional de sus hijos, que tenían 9 y 11 años y que en ese entonces vivían con su abuela. Andrea había dejado el hogar conyugal en enero de 1986, dejando constancia por medio de una exposición civil ante la comisaría, y había dejado a los niños con su madre, pero sostenía que, por efectos de un accidente y su edad avanzada -tenía 72 años-, ella ya no podía cuidarlos adecuadamente. Su expareja, Alejandro, sin embargo, se opuso a esta alternativa, alegando que la convivencia de los niños con Andrea los ponía en riesgo moral. Ella lo había dejado con otro hombre, con quien en ese entonces compartía la vivienda y, según Alejandro, la presencia de este “tercero”, como lo llamaba en los escritos, atentaba contra la salud psíquica de los niños y les generaba sufrimiento.
Alejandro apoyaba sus argumentos en doctrina y jurisprudencia. Citaba, por ejemplo, un caso en el que un hombre vivía con una nueva pareja, en el que los jueces habían indicado que “la participación de la concubina del padre de los menores en el régimen de visitas puede implicar una perturbación de los sentimientos de éstos y una distorsión de su concepto de familia”, que “los niños sufren por la nueva unión del padre” y que “el amor bien entendido debe llevar, precisamente, a ser capaz de anteponer al propio bien el de la persona amada, máxime cuando se trata de hijos a quienes no se dio un hogar feliz".8 Tomado estos preceptos, en su escrito agregaba que “Cuando más es aplicable ello, si la relación de pareja, con un tercero que no sea el padre, se desenvuelve en el domicilio en que habitan los menores”.9 El escrito también citaba fuentes de autoridad del campo sociológico y psicológico para destacar la influencia negativa del “cambio de ‘esposo’” y “el tener ‘dos’ papás” en “la formación moral del menor”, y sus efectos potenciales en términos de un “desborde instintivo que se canaliza sin distinción alguna entre actos sociales permitidos o prohibidos".10
Las referencias citadas en por el abogado de Alejandro son, en todos los casos, anteriores a la sanción de las leyes de divorcio vincular y patria potestad -en algunos casos son de la década de 1960- y muestran una mirada conservadora respecto de las transformaciones familiares que estaban acaeciendo en la sociedad argentina. La tendencia en la doctrina y la jurisprudencia iría en el sentido contrario, el de la legitimación de la diversidad familiar e incluso el del reconocimiento de los derechos de cuidado de lo que la reforma del Código Civil de 2015 llamaría el “progenitor afín”, aunque en 1988 eso aún no formaba parte del imaginario. Sin embargo, el hecho de que esas referencias sirvieran de fuentes de autoridad en el juicio entre Alejandro y Ana muestra la heterogeneidad de nociones de familia y maternidad que coexistían en este período, en especial en lugares como Castelli, donde ellos y sus hijos vivían, y en Dolores, donde se llevó adelante el juicio.
En su defensa, Andrea sostuvo que “el hecho [de] que viva en concubinato con otra persona en manera alguna significa que los menores puedan verse afectados en su educación y salud moral”, a lo que agregaba que demostraría “la forma y el modo en que mi parte cuida de los menores, su atención esmero, etc.”.11 La asistente social encargada del caso coincidiría con esta mirada. En su informe indicó que “la actitud [aptitud] materna es amplia”, que los niños “comparten el hogar materno, visitan al padre y abuelos paternos como también a la abuela [materna]”, a donde iban a dormir cuando Andrea trabajaba en horario nocturno -trabajaba entonces, a fines de 1989, en un hogar de ancianos, y que, a pesar de la “condición humilde y con limitados recursos” en las que vivían, “la situación de los menores es buena, con adaptación al medio familiar que comparten".12
El cuestionamiento a la moral sexual de las mujeres aparece de manera recurrente en distintos juicios en los que los padres demandan la tenencia de sus hijos, ya fuera por el deseo de vivir con ellos o, como en el caso de Alejandro y en el de Fernando, que veremos a continuación, porque buscaban evitar que convivieran con sus madres. En 1995 Fernando Mauro solicitó la tenencia de sus hijas. Sostenía que su matrimonio con su exesposa, Ana, se había malogrado por su “permisibilidad” que habilitó que ella “entrara y saliera de nuestro hogar sin límites de horarios, dejando en clara desprotección el cuidado de nuestros hijos”, cuatro niñas que al momento de la presentación de esta demanda tenían 8, 7, 4 y 2 años y vivían con su madre en General Conesa.13 Fernando señalaba que, luego de la separación, “mi esposa se vio en total libertad, y ya no solo de día se retira del hogar dejando a las chicas con el cuidado de una sobrinita de 11 años, sino que también sale todas las noches, volviendo a las 4 o 5 de la mañana, concurriendo a cuanto baile hubiere en las localidades cercanas”, y que a su casa “entra gente a cualquier hora de la madrugada".14 En contraposición, se presentaba a sí mismo como un padre responsable: empleado como agente de policía, recibía un “sueldo digno como para poder criar a mis hijas, y tengo al cuidado de las mismas a mi madre”, lo que, en su mirada, hacía que fuera “lógico que solicite la tenencia de mis hijas, fundamentalmente por motivos de una crianza digna y un futuro mejor para ellas, tomando en cuenta que las cuatro menores son mujeres, siempre es más delicada la crianza hacia ellas".15 Resulta significativo que Fernando subrayara el género de sus hijas y la necesidad consecuente de preservarlas de los peligros morales a los que las exponía su exesposa con su conducta indecorosa.
En su respuesta, Ana sostenía que por “haberme casado a los 15 años de edad y de tener hijos tan seguidamente, la única vida propia que pudiera tener dentro del hogar era aprender a criar a mis hijas, criarlas, alimentarlas, asearlas y cuidarlas".16 Al contrario de lo que sostenía Fernando, Ana indicaba que trabajaba como empleada doméstica y que, durante el tiempo en el que ella estaba fuera del hogar, sus hijas mayores estaban en el colegio, y las menores, con sus abuelos -los padres de Ana-, aunque en ocasiones también las llevaba con ella a la casa en la que trabajaba. Agregaba que, en sus horas libres, “me dedico al lavado y planchado de ropa para los vecinos, engrosando mis entradas dinerarias que afecto a las necesidades de mis hijas".17 En un claro rechazo de los términos a partir de los que Fernando la describía en su demanda,18 Ana se presentaba como una madre esforzada, que ocupaba todo su tiempo en trabajar para sostener su hogar o en cuidar a sus hijas.
Aún más, señalaba que Fernando había sido quien había abandonado el hogar conyugal para unirse a otra mujer en San Clemente del Tuyú; que, durante su matrimonio, Fernando la maltrataba y era afecto a la bebida; y que si bien la madre de Fernando le “dedica tiempo, cariño y ayuda” a las niñas, él prácticamente no las veía, en especial a las dos menores. En un juego de acusaciones cruzadas, Ana contaba que el día del padre, las niñas habían vuelto llorando de la casa de su abuela a donde esperaban encontrarse con su padre que, a pesar de estar de vacaciones, no había ido a verlas. Lo calificaba de “defraudador calificado” por cobrar el salario familiar pero no dárselo a ella ni pagar la cuota alimentaria -por lo que tenían otro juicio en trámite-, y advertía que su propuesta de dividir la tenencia de las niñas -las dos mayores con él, las dos menores con ella- implicaba tratarlas como ganado.19 Algunos meses más tarde, la asistente social realizaría una pericia que confirmaría que las niñas “están estrechamente vinculadas a la madre y no al padre; han pasado períodos de tiempo que no lo ven y en la actualidad no hay un contacto directo entre ellos".20 Para entones, Ana había formado una nueva pareja, con la que no convivía, y había dejado de trabajar: recibía ayuda de su familia y cobraba la cuota alimentaria que mensualmente le pasaba Fernando.
Más allá del resultado, el expediente muestra la centralidad que tenía la contraposición entre las figuras paternas y maternas en los juicios por la tenencia de los hijos. Como en los juicios protagonizados por Humberto y Alejandro, Fernando organizó los argumentos para sostener su demanda a partir de esa contraposición que implicaba cuestionar la moralidad de Ana y, por tanto, su capacidad de cuidar. A pesar de que las miradas sobre el trabajo femenino estaban cambiando desde mediados de siglo, el empleo de las mujeres podía jugar en su contra en la medida en que suponía que estuvieran largas horas fuera del hogar lo que contribuía a poner en cuestión su honorabilidad (Wainerman, 2007). En contraste, Fernando se identificaba como buen padre, y esto, significativamente, se vinculaba menos con pasar tiempo con las niñas que con ofrecerles un hogar seguro en términos materiales y morales. En el caso Fernando y Alejandro, esto es más notorio aún que en el de Humberto porque, aunque cuestionaban que sus exesposas no pudieran cuidar a los niños, ellos tampoco se comprometían a hacerlo, sino que proponían que fueran cuidados por las abuelas.
La ausencia del hogar de las mujeres se ataba al peligro que supuestamente implicaba para la “salud moral” de los niños, figura que aparecía reiteradamente en las intervenciones judiciales de los padres que demandaban la tenencia de sus hijos. En las imágenes que construían, las mujeres que convivían con hombres con quienes no estaban casadas y que no eran los padres de sus hijos, que habían mantenido relaciones extramatrimoniales, o que no estaban en su casa -aún si era por razones laborales-, creaban con esas conductas un ambiente poco propicio para la crianza y eso justificaba la necesidad de que los niños fueran separados de ellas. Aunque en la mayor parte de los casos, las autoridades judiciales no respondían favorablemente a estos pedidos, esas demandas muestran las imágenes de familia y de género a partir de las que se disputaban los arreglos familiares posteriores a una separación o divorcio. En otros casos, sin embargo, las condiciones materiales de vida en las que quedaban sus hogares luego de una separación o divorcio eran los que podían poner en riesgo la tenencia materna, tal como veremos en la siguiente sección.
Las limitaciones materiales del cuidado
Luego de una separación o divorcio, la situación económica de las mujeres solía empeorar. Muchas no tenían un empleo o ingreso propio porque lo más habitual era que las mujeres casadas se dedicasen exclusivamente al cuidado de sus hijos: solo el 40% de las mujeres de entre 30 y 49 años participaban del mercado de trabajo en 1980 (Wainerman, 2007). Aunque esa proporción se incrementaría en las décadas siguientes, la dificultad para conseguir un ingreso propio también sería mayor en un contexto en el que, durante los años noventa, también crecería el desempleo a niveles sin precedentes para la sociedad argentina. Aún más, los empleos a los que las mujeres separadas o divorciadas podían aspirar solían tener remuneraciones bajas.
En esas circunstancias, algunas mujeres pedían a sus exparejas que se quedaran con los niños. Éste es el caso de Fernanda Echarri que, en febrero de 1996, y sin renunciar a la tenencia que le había otorgado el juez, decidió dejar a sus hijos transitoriamente al cuidado de su padre, Pedro García. Fernanda y Pedro se habían casado en 1976, habían tenido 4 hijos, que en 1996 tenían 18, 14, 13 y 6 años, y habían hecho los trámites de divorcio en 1992. Aunque hasta ese momento los niños habían vivido con Fernanda, habían tenido muchas dificultades porque ella no tenía dinero suficiente para “solventar económicamente los gastos de mis hijos sin la ayuda de su padre".21 Por ello, había “tenido que trasladarme a la ciudad de Buenos Aires donde tengo posibilidades de trabajo” y donde su familia podía ayudarla.22 Indicaba que lo hacía “con gran dolor y frustración",23 y culpaba a su expareja por no pagar la cuota alimentaria en tiempo y forma. En noviembre del año siguiente, el padre pidió la tenencia definitiva de los niños, que le fue otorgada en marzo de 1997. Para tomar esa resolución, el juez tomaba en cuenta un informe ambiental que indicaba que los niños eran quienes habían decidido vivir con su padre y su nueva esposa, con acuerdo de su madre, y que, desde que estaban con ellos, “los integrantes de la familia han mejorado notablemente sus relaciones. Los menores se sienten contenidos y ‘organizados’."24 Lejos de ser excepcional, este expediente muestra las alternativas a las que estaban expuestas las mujeres que dependían de que sus exparejas pagaran regularmente la cuota alimentaria porque, al haber dejado el mercado de trabajo cuando tuvieron a sus hijos, no tenían ingresos propios suficientes para sostenerse económicamente. La voluntad de los propios niños era la que, muchas veces, como en este caso, terminaba inclinando la balanza.
La falta de dinero y el trabajo de las mujeres también podía ser un argumento utilizado por sus exparejas para demandar la tenencia de los hijos, tal como puede verse en el expediente protagonizado por Eva González y Mauricio Dutra. Eva y Mauricio mantuvieron una relación de pareja durante cinco años y tuvieron dos hijas, Verónica y Amalia. Vivían en la localidad de Aguas Verdes, en el Partido de la Costa, donde él se desempeñaba como suboficial de policía. Se separaron en 1988 en una situación altamente conflictiva: ella dejó a Mauricio y a las niñas -que quedaron con sus exsuegros- y se mudó a Grand Bourg, en el Gran Buenos Aires. Según sostuvo ante los tribunales, dejó el hogar conyugal “embargada de dolor” en una “situación embarazosa en la que resulté lesionada por Dutra”, pero argumentaba que ello “no implica suponer que hice abandono de mis hijas, sino que urgida por la necesidad de trabajar debí regresar a la Capital Federal, donde me desempeño como enfermera” y reclamaba su “inalienable derecho de madre, [que] no puede, ni debe ser substituído por el de los abuelos".25 Las autoridades judiciales hicieron lugar a su pedido y le otorgaron la tenencia de las niñas, pero eso inició un conflicto que se extendería por más de diez años, en el que Mauricio recurrió reiteradas veces al argumento de la pobreza de Eva para reclamar la tenencia de sus dos hijas -que finalmente conseguiría-.
Desde un inicio, uno de los argumentos centrales de Mauricio fue el de la precariedad de la vivienda que habitaba Eva y los “serios perjuicios para las menores, tanto de índole material como moral” que para ellas suponía vivir con su madre.26 Eva vivía en casa de sus padres en Grand Bourg, junto a sus cuatro hermanos, pero Mauricio sostenía que su “condición es humilde, como así también la zona es inapropiada para la crianza de sus hijas, pudiéndo sus hijas atravesar malos momentos."27 Más tarde, Eva y las niñas se mudaron a otra casa, que ya no compartían con el resto de su familia, pero Mauricio sostendría que las niñas estaban “en manos de personas que no conozco”, y que vivían en un “ambiente perjudicial”, lo que les presagiaba un “futuro oscuro”.28 Sostenía, además, que aunque Eva era una buena persona,
Sostenía, además, que aunque Eva era una buena persona, “lamentablemente no es una buena madre, porque producto de sus permanentes crisis nerviosas privilegia dañar al suscripto, molestarlo, denunciarlo, por encima de la suerte que corren nuestras hijas, porque ella no ignora el tratamiento, cuidados y educación que el suscripto -y no cometo ningún sinceramiento- y sus abuelos le pueden dar nada tiene que ver con lo que ella ha elegido no solo para ella sino además para sus hijos, afirmación que realizo ya que en mi carácter de policía cumplo mis funciones en la calle, actuando frente a los problemas y situaciones diarias que exigen ecuanimidad, seriedad, y justicia rápida, elementos que seguramente fueron tenidos en cuenta al otorgarle hace dos meses el ascenso al grado inmediato superior.”29
El contraste entre la vida que Eva y él podían ofrecerles a las niñas estaba acentuado por los atributos -ecuanimidad, seriedad, justicia- que se adjudicaba por ser policía, elementos que, sin embargo, serían discutidos por Eva. Aunque ella tenía la tenencia legal de las niñas, en reiteradas ocasiones, al finalizar los períodos de visitas, Mauricio se negó a devolverlas al hogar de su madre, lo que podía redundar en que Eva tardara meses en recuperarlas, intervenciones judiciales -e incluso policiales- mediante. En una de esas ocasiones, en julio de 1989, Mauricio se presentó ante los tribunales para poner a las autoridades en conocimiento de que Verónica y Amalia estaban con él desde hacía dos meses y medio, por decisión de Eva. Indicaba que, en casa de su madre, las niñas habían debido dormir “en el suelo y tapada con sacos ya que [ella] había vendido la cama y una cocina, [y que tenían] problemas alimentarios, ya que los alimentos que [él] les dejaba tenían otro destino."30 Cuando Eva se presentó en el expediente, negó todo lo expuesto por Mauricio que, alegó:
“premeditadamente, y en forma reiterada, basándose en argumentos falsos, interfiere en mi vida y coloca a las menores, de las que me fue otorgada la tenencia provisoria (v. 26) en una situación de incertidumbre, pretendiendo protegerlas y criarlas en mejor forma que lo que yo con mi capacidad de madre puedo hacerlo. Consiento esporádicamente que retire a las niñas del hogar para que pasen algunos días con su padre, quien, haciendo gala de su condición de más fuerte e imbuído de la autoridad a que está acostumbrado, como agente policial, no las reintegra al hogar, obligándome, con su proceder, a incurrir en gastos no siempre soportables en los tiempos que corren, para no desvincularme de mis hijas.”31
Ante la persistencia del conflicto, el juez decidió fijar una un régimen de tenencia alternativo provisorio: las niñas pasarían 30 o 60 días con cada uno de sus progenitores. Al mismo tiempo, pidió un informe ambiental. La asistente social que lo realizó tuvo una “excelente impresión” de Eva “como así también de las condiciones en que estaban las niñas, las que evidentemente necesitan de una vida organizada y con parámetros de formación constantes y sin alteraciones".32 La solución prevista por el juez no eliminaría las tensiones y, unos meses después, Mauricio volvería a los tribunales para denunciar que Eva no le había llevado a las niñas cuando le correspondía a él tenerlas y demandaría una solución definitiva al problema de la tenencia que, sin embargo, tardaría todavía años en definirse.
A fines de 1991, Eva volvió a Aguas Verdes junto con las niñas. Las tres vivían junto a sus exsuegros. Eva consiguió un empleo en San Bernardo. Según la abogada de Mauricio, allí “se les dispensaba todo tipo de atenciones, vivienda sana, buena alimentación y vestido, educación digna”, pero “sorpresivamente el 1 de abril cuando los abuelos de los menores van a buscarlas al colegio como todos los días se les comunica que a las 10 de la mañana su madre las había retirado sin ningún tipo de explicación”, lo que, desde su perspectiva, demostraba su incapacidad como madre, que no pudo sostener la situación casi ideal en la que vivían, donde las niñas estaban “en condiciones de vivienda idóneas para su crecimiento, cerca del padre, [y en ] convivencia con su madre y abuelos".33 En su defensa, Eva insistió en que todos sabían que ella “se retiraría con las nenas para vivir juntos cerca de la casa y en total libertad” y agregaba que “En modo alguno me opongo a que el padre vea a las niñas, pero necesito vivir con ellas solas y no en la casa de la madre del demandado, que es como vivir con él, donde se me somete a constante presión."34 Nuevamente, el juez decidió a favor de Eva, que se estableció en Mar de Ajó, pero, luego de las vacaciones de invierno, Mauricio no le devolvió a las niñas y el conflicto prosiguió.
En Mar de Ajó, Eva no contaba, como en Grand Bourg, con su familia, que la ayudaba con el cuidado de las niñas en las horas en que ella estaba trabajando. En ese contexto, los argumentos en su contra se acumulaban. La abogada de Mauricio señaló que “con el transcurso del tiempo el comportamiento de las menores se va agravando y que se las nota totalmente faltas de cariño y educación, transcurriendo la mayor parte del tiempo solas debido a que su madre trabaja como enfermera efectuando a veces turnos nocturnos en que las menores pernoctan solas".35 Eva trabajaba entonces como enfermera, donde cobraba 400 pesos, y también, de manera eventual, como empleada doméstica, gracias a lo que lograba sumar otros 150 pesos. Mauricio le pasaba 150 pesos como cuota alimentaria y, con ello, Eva lograba sostener el hogar, compartiendo vivienda con un hombre de 83 años a quien le alquilaba parte de la casa.
A lo largo del juicio, distintos actores hicieron referencia al nerviosismo y al cansancio de Eva. En 1988, por ejemplo, en un período en que Eva había vuelto temporalmente a vivir a Aguas Verdes, Mauricio indicó que, luego de su jornada laboral, Eva “llegaba de mal humor, y manifestando siempre en que se iba a ir de la casa dejandole a las hijas porque estaba cansada".36 En boca de Mauricio, esa descripción puede ser leída como tendenciosa y hasta falaz, pero otras voces también la caracterizaron de manera similar. En un informe ambiental de marzo de 1993, la asistente social indicaba que Verónica y Amalia “Comentan que la relación con su padre, y su nueva familia es muy buena y que con ellos siempre se portan bien”, pero que “Distinta es la situación que plantean con respecto a su madre a quien describen como más nerviosa y que a veces les pega."37
Las referencias están muy separadas en el tiempo y no deben leerse como si fueran expresiones transparentes o no intencionadas. A lo largo del expediente también hay otras voces que las contradicen: asistentes sociales y peritos psicólogas la presentan como una madre amorosa y describen su relación con las niñas como afectuosa. De todos modos, las caracterizaciones que remiten a su nerviosismo y cansancio pueden indicar los límites que sus condiciones materiales de vida le imponían en relación a la posibilidad de cumplir con los estándares emocionales a partir de los que su expareja y sus hijas la evaluaban como madre. Eva tenía que sostener su trabajo como enfermera y, al mismo tiempo, cuidar de las niñas, todo ello en el marco de un muy largo conflicto judicial con su expareja y con su familia lejos. En esas circunstancias, la relación con sus hijas se resintió y las niñas finalmente decidieron vivir con su padre y su nueva familia.
En 1997, Mauricio pidió, una vez más la tenencia de las niñas, esta vez con suerte. Más que los argumentos que diera entonces, que eran similares a los expuestos antes, lo decisivo fue la mirada de Verónica y Amalia. Para ese entonces, las niñas ya vivían con él y su nueva pareja y, aunque Eva sostenía que “cuando ha estado con sus hijas a solas estas le han comentado que se encuentran mal, no tienen tiempo ni espacio para estudiar, observando la dicente que están desalineadas, sin ropa adecuada y mal higienizadas"38, “las niñas manifiestan su deseo de continuar viviendo con su padre."39 Verónica y Amalia “Manifiestan que no tienen inconveniente en ver a su mamá pero como ésta trabaja en la Clínica San Bernardo y en el Centro Médico, de 14 a 22 hs. y de 22 hs. a 10 de la mañana, con un franco semanal los días miércoles, se les hace difícil poder visitarla."40 El trabajo de Eva aparecía, nuevamente, como límite a su capacidad de maternar, esta vez en la voz de sus hijas.
Reflexiones finales
Las décadas de 1980 y 1990 fueron el escenario de intensas transformaciones en la vida familiar y las relaciones de género. Se multiplicaron las uniones consensuales y creció el número de niños nacidos fuera del matrimonio. También se amplió el porcentaje de mujeres que participaban del mercado de trabajo, incluso estando casadas y teniendo ya hijos. La sanción de las leyes de Divorcio Vincular y Patria Potestad fueron hitos claves, leídos habitualmente como parte de una tendencia hacia la ampliación de los derechos de las mujeres y la democratización del mundo doméstico.
Las disputas sobre la tenencia de los hijos muestran, sin embargo, la persistencia de representaciones sobre la familia y la maternidad que exponían a las mujeres a un escrutinio difícil de pasar, en el que se examinaban atentamente tanto su moralidad como sus condiciones materiales de vida. Este texto permite observar que, a pesar de que los tribunales rara vez tomaran estos elementos para quitar la tenencia de sus hijos a las mujeres divorciadas o separadas, la propia dinámica de la ruptura conyugal y sus consecuencias económicas las situaban en una posición de vulnerabilidad, en la que su trabajo o su pobreza podían aparecer como límites a su capacidad de maternar, en un movimiento que actualizaba la figura del “peligro material y moral” a partir de que en otros contextos se había sostenido la necesidad de intervenir sobre el vínculo filial.
En este sentido, el análisis de estos expedientes resalta no solo la relevancia del conflicto y las desigualdades en las relaciones familiares, sino los modos en que la mirada del pasado familiar cambia cuando se hace foco en las experiencias de las mujeres, y en particular de las mujeres trabajadoras. Por un lado, permite ver los argumentos que podían ser usados para señalarlas como malas madres -en la voz de sus exparejas, pero también de sus propios hijos-, que presentaban la convivencia con ellas como un peligro para la salud moral de los niños o para su bienestar material. Por otro, identifica las limitaciones que las condiciones materiales de vida podían suponer para el desarrollo de sentimientos y formas de cuidado que esas mismas voces exponían como modelo: madres tranquilas, descansadas, atentas a tiempo completo a las necesidades de sus hijos.
Resulta interesante observar que los estándares a partir de los que las mujeres divorciadas eran evaluadas eran más exigentes que los que pesaban sobre sus contrapartes no divorciadas y sobre los padres, divorciados o no. Su ausencia del hogar era esperable y legítima, y aunque durante este período se incrementaron también las expectativas de presencia afectiva de los padres en la vida de sus hijos, se esperaba que ellos compartieran un tiempo sustantivamente menor con los niños dadas sus responsabilidades en el mundo público (Pérez, 2025).
En los años ochenta y noventa, no eran muchos los padres que solicitaban la tenencia de sus hijos y, ante un eventual desacuerdo, los jueces tendían a fallar a favor de las madres. Sin embargo, más allá de su relevancia numérica, el análisis de las demandas de tenencia ofrece nuevas perspectivas para indagar las miradas sobre la familia, la maternidad y la infancia que tenían distintos actores en un escenario de fuertes transformaciones, y los modos en que, apoyándose en ellas, reconfiguraron sus vínculos familiares. Permite mostrar, también, como en nombre del bienestar de los hijos, se articularon o profundizaron las desigualdades de género y clase que organizan lo doméstico.
Fuentes documentales utilizadas
Fuentes inéditas
Expediente 103.551, Archivo del Departamento Judicial de Mar del Plata.
Expediente 93.117, Archivo del Departamento Judicial de Mar del Plata.
Expediente 41.706, Archivo del Departamento Judicial de Dolores.
Expediente 43.221, Archivo del Departamento Judicial de Dolores.
Expediente 49.055, Archivo del Departamento Judicial de Dolores.
Expediente 46946, Archivo del Departamento Judicial de Dolores.
Expediente 46.946, Archivo del Departamento Judicial de Dolores.
Fuentes editadas
Gustavo A. Bossert y Eduardo A. Zannoni, Manual de Derecho de Familia. Buenos Aires: Editorial Astrea, 2001.
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Notas
Recepción: 22 marzo 2023
Aprobación: 01 diciembre 2023
Publicación: 01 mayo 2024